sábado, 17 de marzo de 2012

XXXI 1990´s CAN FORMIGA






Mi primer contacto con el graffiti lo tuve el año 1987, cuando andaba por Madrid, las primeras plantillas o firmas que me llamaron la atención fueron las de Muelle, pionero y todo un referente del graffiti Español, el muelle viajaba, porque cuando regresaba por Alicante, el muelle me perseguía o yo a el, al poco tiempo en la 2 en un programa de la Chamorro “La edad de oro” , descubrí a keith Haring, personaje que me fascino, y el arte que regalaba en las esquinas, en vallas del metro, su primitivismo, los bebes radiantes de la calle, fue en mi viaje a NYC en el 90, cuando perseguí sus pistas y halle sus huellas. Todo lo demás… la juventud… el amor en los 90´s ..



 
CAN FORMIGA    relato de  JAVIER SANTOS ASENSI 


    Lo suyo, de eso no me cabe la menor duda, fue una auténtica pasión de hormigas. No hubo en ello, como alguno quisieron ver, ni secta, ni obsesión, ni metáfora laboriosa. Más bien, una pizca de cariño, generosas dotes de inventiva, y todas las noches de su juventud para dar esquinazo al aburrimiento.
   Quizás haya que remontarse a un viaje suyo a los Estados Unidos. En todo caso, allí lo conocí. Fue otro de mis buenos amigos, Elías Demora, diplomático por aflicción y en tránsito en Los Ángeles, pidiéndome que lo alojara por unos días. “Un tío estupendo, un vividor de buenas costumbres y mejores viajes, un artista en ciernes”. Una joya, vamos, así de lisonjero era el bueno de Elías. “Tú verás. Trátalo bien, que yo me tengo que volver a Washington”.
     

  Primero en Los Ángeles, y luego en Nueva York quedó impresionado por los improvisados paisajes de graffiti y cemento; y en ellos, tatuados, los más alucinantes códigos de amor y violencia. Leía ávido y sorprendido la identidad, recatada a los trazos y manchurrones, de miles de negros y latinos, graffiteros incorregibles, que hacían del aerosol un lenguaje donde el color, pero también el calor, m´brother, se repetía marcando territorialmente los límites del barrio y de sus vidas.

        
  Tengo entendido que sus paseos por el Soho y el Village neoyorquino terminaron por arrastrarlo al Pop Shop en la Fayette St., ese rincón mágico, ese microcosmos freaky y entrañable donde permanentemente se recuerda la meteórica ascensión del que quizás sea, años después de su muerte victima del SIDA, el mas reconocido de los concha-jode-paredes que produjo la urbe madre de Nueva York: Keith Harring
     
        En sus cartas, más tarde, cuando ya nuestra amistad se había sellado, a menudo me hablaba de Haring. “un artista generoso. No dudó en regalarnos su obra, sus murales, sus miedos, su fe y su desesperación, su alegría y hasta su propia muerte, anticipada en toda la geografía urbana de Nueva York”. Nunca se cansaba de hablar de él. “Keith Haring fue un  pintamonas de lo radiante, un inventor incontinente de ángeles, demonios y criaturas huérfanas de sexo; sabia como transmitir con la sencillez de unos trazos lo más primitivo y profundo de nuestras pasiones.”
     
           Escaleras sin retorno, algo de todo aquello se le coló en el ánimo pues, cuando cruzó de nuevo y de vuelta al Atlántico, me temo que ya miles de hormigas prehistóricas le hervían en la sangre. Como hubiese dicho García Lorca, poeta en Nueva York: “Ya vienen las hormigas, ya llegan desde los hormigueros del alba”. De vuelta al pueblo, le consumía el aburrimiento; el trabajo acumulado más que ayudar deprimía cualquier despunte de creatividad. Peor todavía, le dio por echarle vuelos al corazón y el amor, por andar jugando a tres en raya, le acabó jugando triquiñuelas a la razón.

   

  
En fin, que las semanas eran vanos en el tiempo y que él, jarto ya de estar jarto, una noche sin luna, armado aerosoles y plantillas (y además enamorado), decidió echarse a la calle y emular en el pueble el color con el que morenos y latinos habían lustrado los más sórdidos callejones americanos. Primero buscó las rutas de ella, su enamorada; las primeras columnas de hormigas desfilaron del casino a la Travessía, de allí al campo de fútbol y, como una súplica, por si ese fin de semana ella se largaba a la capital, en los viñedos, o en los puentes de la autoría. “Ya te quiero”, rezaba su primera oración graffitera, con pulso más bien frágil y talante ingenuo.
      
    
A la proclama no tardaron en acudir nuevas cordadas de hormigas. Pero la interesada, es decir, la enamorada, o bien se hacia la sueca, o no se quería dar por enterada así que él, armado de una tristeza valiente, insistió y siguió saliendo a la calle, embozado en su clandestino arrebato, decidido a que las hormigas contaran sus arrestos de amor descalabrado. Noche sí y la siguiente también, jugando al escondite con los municipales, su lamento empezó a alegrar los muros hasta ahora olvidados o intransitados del pueblo: el solar vacío de los Astures, la esquina del mercado con Colón, la Cruz de los Caídos, los jardines del Casino, Jaume II, Santa Rosalia y, por si acaso, en los Desamparados.
      
  “También yo quisiera haber sido cigarra”, se quejaba desde su pintada una hormiga reina (todavía con las alas de pintura fresca), cansada quizás del trajín de todas las noches. Las filás se deslizaban anónimas acarreando cien veces su peso en migajas de anticipación: ella, sus manos, su boca, su cuerpo por devenir, “¿Cuándo me querrás?, ¿Cuándo serás mi reina?”, y sentía él ese hormigueo ya del deseo mientras se deslizaba invisible de vuelta a casa a las tantas de la mañana.
           





Como esto del amor siempre va bien despacio, más y más columnas de hormigas se sumaron a las ya asentadas. Era imposible detectar su rumbo o su procedencia. Había hormigas que subían en romería hacia el Castillo, las había que bajaba por las ramblas; hormigas en procesión de cera por la calle Mayor, desfilando de tres en fondo por la avenida de Elche, y también círculos viciosos y dobles tirabuzones de hormigas no lejos del ayuntamiento y la parroquia. Llegaron incluso a verse hormigas solitarias, aquellas que, despistadas con tanta acrobacia, habían perdido el paso de la pintada: “Si tú no estás, ¿Quién las dará de comer?”,”Haring también me hubiese pintado un compañera”
      


    Aquello terminó por estar en boca de todos. “Será algún grupo de esos de rock, grunchies, drogotas”. “Que va, tío, publicidad. Es todo publicidad, una nueva marca de colonia o algo así”. “¿Pero de qué vais? Seguro que son los de la Maquina, que ya no les llega más al Sur”.  “Dabute, colegas, vaya tripazo de hormigas.” Hubo apuestas, pistas e indicios; pero también los hubo que se subían por las paredes. Tanta hormiga le debió terminar de buscar las cosquillas a más de uno o dos bienpensantes del lugar porque, lo que son las cosas, muros en los que antes nadie reparaba o esquinas donde sólo los perros marcaban su territorio, ahora merecían, a decir de algunos, el respeto y la defensa ciudadana ante la inadmisible plaga de barbarie y mal gusto, signos de nuestros tiempos.
      
   Más que mosqueo hubo hormigueo en el cabildo. “Esto, señores”, creo oír a la alcaldesa, “no nos lleva a ninguna parte. Hay  que atajar este estropicio, y ay que atajarlo ya”. Figuraos, mensajes radiofónicos, edictos municipales, recompensas para quien aportara pistas fiables, y lo que es peor, el boca a boca de los miércoles y sábados de plaza o de las tardes de domingo en la Glorieta. Y es que osos hormigueros los hay en todas partes, vaya.
     
 

              Pero, ¿en qué quedo su pasión de hormigas? Tuve miedo que acabasen con nuestro Haring local pintando monas en las inhóspitas celdillas del retén municipal. No fue así. Al final la hormiga reina fue su reina, y por las noches, en lugar de graffitis pintaban otras batallas. Recordad lo que decía la fábula de la cigarra y la hormiga: “Pronto llegará el invierno, y entonces…”, entonces, ay de aquellos a los que el frío sorprenda sin haberse enamorado aunque sólo haya sido una vez. Porque, de verdad, ¿no te hubiera gustado como a mí, al menos por una noche, ser este graffitero de hormigas, irreverencia y melancolías?
       
      Hace unos meses acerté a pasar por su pueblo. Él no estaba, andaba metido un no sé qué trabajo. No pude resistir la curiosidad y recorrí el lugar, palmo a palmo, buscando indicios de aquella plaga de hormigas. Me emocionó comprobar que todavía algunas habían conseguido sobrevivir a las inclemencias del tiempo, la especulación de los 

solares, las sucesivas campañas electorales, y sobre todo, a la zafia incomprensión de los que nunca pintaron un corazón de tiza en su pared. Todas esas hormigas se conservan tan radiantes como el primer día. Quizás fueran pocas, y cada vez menos. Hormigas en vía de extinción, o algo así. Deberían llevarlas a un museo o levantar un monumental hormiguero; o por lo menos, deberían dejarlas transitar sencillamente por nuestros corazones.



 



(El relato Can Formiga forma parte de nuestra primera gran colaboración para la colección de autoeditores  “La ultima canana de pancho villa”)








1 comentario:

  1. Ahora las hecho de menos, eran parte de la estética de nuestra geografía urbana, esto sí es auténtico "ART AL CARRER", siempre quise saber quien era el autor... es lo de menos, sé que es un artista que ha sabido elegir el mejor museo, la mejor galería, y tu trabajo: el mejor documemto gráfico, ¿qué sería del LAND ART sin la fotografía? Haring hasta de su vida, tan breve, hizo arte efímero, suerte tuvo ser reconocido al final, lo que no consigan las modas...

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