martes, 18 de diciembre de 2012

LXII 1990´s - Sana´a / YEMEN 1.2




En 1997 a la vuelta de mi primer viaje por Etiopía, y aprovechando que volaba con Al-Yemenia, decidí hacer una escala de un par de semanas en Yemen, todas las leyendas que había leído hasta entonces me remitían a las Mil y una noches o las leyendas de la reina de Saba, tenia mucha curiosidad por hacer una primera toma de contacto, y quede fascinado nada mas llegar a Sana´a la capital, durante el trayecto en taxi desde el aeropuerto y tras chapurrear unas bromas con el conductor pude comprobar rápidamente el talante amable de los Yemenitas, sonrientes y dispuestos, aunque su aspecto aparente con la daga en el cinto da un poco de respeto, la daga tiene el significado del honor, el rango, la libertad y la vida de quien las posee. 
Una vez alojado en un hotelito cercano a la ciudad antigua, Sana`a, la fortificada se insinuaba a través de sus murallas, decidí dejarme llevar por los pies es ese laberinto de calles estrechas, y edificios de adobe y piedra, auténticos arquitectos del barro, materiales de la tierra, que hacen que las ciudades se mimeticen con el paisaje, las construcciones, rascacielos de barro, como si quisieran tocar el cielo, imposible no dejar de alzar la vista para contemplar su altura, su esplendor, sus decoraciones en la vidrieras, sus tallas en los ventanucos y  puertas . Pero la vida a ras de suelo era increíble, el ajetreo, la algarabía, los velos que dejan entrever miradas directas y muy insinuantes, los caballeros con sus turbantes y sus dagas enfrascados en sus  menesteres, los niños jugando y correteando, los mercados, cada callejuela desembocaba en un gremio nuevo, el de las especias, el de las telas, el de los alimentos, los de la madera seguidos por el metal, y los vendedores de hábitos, complementos y una infinidad de productos de primera, segunda y tercera necesidad.

No era fácil no dejarse invadir por los aromas y olores que te asaltaban cada vez que se giraba una esquina, todo se me apetecía experimentar, decidí descansar en una especie de café dispensario de sopa y demás alimentos, todo básico pero con muy buena pinta, la verdad que un poco extraño me sentí con hábitos de europeo en medio de aquel cafetín lleno de dagas y turbantes donde el tiempo se había detenido, mientras tomaba un caldo rico y caliente era objetivo de las miradas, pero siempre una de mis sonrisas rompía esa seria curiosidad, inmersos en medio de grandes o pequeñas conversaciones entre sorbos de sopa, o compartiendo en corrillo los humos de una gigante arguila perfumada, y el siempre incesante mascar de las hojas del Chat, la hoja del ensueño me deje llevar por ese tiempo que discurre pero que no se mide, solo se contempla.
Aquella noche sería la primera de mis mil y una noche, regresar al hotel no sería tarea fácil entre tantos claros oscuros a la luz del tungsteno, perdido en el laberinto de Sana´a logre dar finalmente con el camino de salida, y es que por la noche todos los gatos son pardos, y las callejuelas todas iguales, una vez los comercios han recogido todos los enseres expuestos a lo largo del día.
Una vez de nuevo en  la chambre, pude flipar al comprobar que tenia televisión con parabólica y cientos de canales TVE 24H incluida, fue como un flash back y pasar del puro medioevo de la calle, al puro siglo XX. Sana´a se me descubriría como una ciudad fascinante.






























































































































































Cuatro años después de la realización de este viaje, la revista Altaïr en un monográfico sobre Yemen escogieron algunas de mis imágenes, también se edito este articulo de introducción que me gusta mucho de Jaume Bartrolí, que verdaderamente invita a visitar este país enigmático que en la última década ha sufrido grandes transformaciones como en todo el mundo islámico, la primavera.


La sorpresa medieval

Hace dos mil quinientos años, el historiador Herodoto escribía: “Arabia entera es un paraíso de fragancia suavísima y casi divina”. Un país de olor divina… No está mal como carta de presentación. Cuatro siglos después, Diodoro de Sicilia afirmaba que Yemen exhalaba la más delicada fragancia, e incluso que los marineros que remontaban el Mar Rojo podían oler los aromas maravillosos que les llegaban de la costa. Los pueblos del Mediterráneo veían las caravanas llegar desde allí cargadas de incienso y mirra-los perfumes de los dioses-, de oro, marfil y seda. Así que dedujeron que aquel país debía de ser un reino de fábula, una especie de paraíso. Y por ello los griegos de dieron el nombre de Eudaimon Arabia, Afortunada Arabia, y los romanos el de Arabia Felix Arabia. Así nació el mito.
En realidad, la Arabia Felix no era la fabulosa productora de riquezas que suponían. El incienso, la mirra, la casia, el cinamomo, el láudano y las otras fragancias maravillosas venían de un poco más allá, del Dhofra y Omán; las especias de la India; la seda de la China; el marfil, el ébano y las pieles de animales fantásticos de la costa africana. Los habitantes de Yemen, simplemente, iban a buscar estos productos más lejos. Y, mercaderes astutos, basaban su prosperidad en mantener en secreto el origen de lo que vendían y, también, la técnica de navegar por el Océano Índico aprovechando los monzones.
Fueron varios los reinos que, entre los años 1.000a.C. y 600 d.C., prosperaron a lo largo de la Ruta del Incienso, Saba, que tenía como capital Mariaba (Marib), fue el más importante y dio origen a otro mito, el de la reina misteriosa y su relación amorosa con el rey Salomón pero hubo otros que le hacían la competencia: el reino de los mineo de Karna o Quarnawu (Ma´in) y Yathil (Baraquish); Awsan can su capital Miswar; Qataban, con su capital Timma; los atramitas o hadramitas del Hadramaut con su capital,  Sobota (Shabwa); los himiaritas de Millar con su capital, Dhafar…
Las ruinas de sus  ciudades duermen hoy el sueño de las arenas o aparecen, como descubrimientos deslumbrantes, ante los emocionados viajeros. Son muchísimas, algunas perfectamente conservadas: murallas torres, almenas, restos de palacios y templos... Protegidas por el recelo y la hostilidad de los beduinos y las prohibiciones del gobierno, la mayoría apenas han  sido vistas por ojos forasteros. Otras son de más fácil acceso. En todo caso, el desierto de Yemen es aún un lugar para explorar, uno de los últimos rincones del planeta donde aún es posible descubrir una ciudad enterrada bajo las dunas.
País durante mucho tiempo cerrado a los extranjeros, poco visitado, y con gobiernos que prefieren ocultar la historia preislámica, Yemen está lleno de sorpresas. Por ejemplo, que allí florecieron diversos reinos judíos y cristianos antes de la llegada del Islam, y Sana´a tuvo una famosa catedral nestoriana de madera de teca con clavos de plata y oro antes que una mezquita; o que la isla de Socorra aún era cristiana cuando marco Polo pasó cerca y, según cuentan algunos (que no se sabe ciertamente) aún lo es en parte hoy día.
En el siglo XVII Yemen aún dio origen a otro mito. Se convirtió en el único lugar del mundo que producía la materia prima de un brebaje maravilloso: el café. Comerciantes holandeses, ingleses y portugueses venían de buscarlo. Muja, o Moka, el puerto desde donde se embarcaba hacia el mundo entero, dio nombre a una de sus variedades más famosas. Pero durante el siglo siguiente, los capitanes europeos consiguieron sacar de contrabando algunas semillas, que plantaron en Brasil e Insulindia. Perdido el monopolio, el comercio declinó velozmente. La ciudad fantasma de Moka es hoy el espejismo de aquel breve esplendor.

Anclado en el pasado

Pero lo mejor de Yemen no está en su historia sino en que es un mito vivo. Alberto Moravia ha escrito que es “el país donde el medioevo nunca se ha acabad”. En Yemen la historia se ha petrificado en el pasado. La algarabía de las callejuelas de Sana´a, entre los altos bloques de viviendas de barro con los alféizares de las ventanas encalados de blanco, los hombres vestidos con la futa –el faldón que acaba sobre la rodilla- y la yambiya –puñal curvo- siempre al cinto, las mujeres semiveladas, el ajetreo de los asnos cargados, los camellos girando los molinos de aceite, la animación en zocos, caravasares y baños públicos, se repite en todas las ciudades. ¡Y qué ciudades! De rascacielos de barro del Hadramaut como Shibam; ciudades-fortaleza de piedra del altiplano como las mellizas Shiwam y Kawkaban; con trescientas mezquitas como Tarim, con el cielo engalanado por el magnífico minarete blanco de al-Mohdar; o como Jibia –patria de otra reina misteriosa y sabia, Arwa- encalada de blanco y azul celeste entre verdes jardines de almendros y granados floridos. Pocos países quedan aún tan medievales como Yemen, por sus ciudades, sus paisajes y su gente.
Hay algo en la historia de Yemen fundamental para entender su geografía humana y el carácter de sus pobladores: el continuo paso de invasores. Los romanos de Augusto, los etíopes cristianos de Axum, los persas, los árabes de la Meca, los portugueses, los mamelucos de Egipto, los turcos otomanos, las tribus beduinas del desierto, y muchos otros intentaron someter el país y, en ocasiones, lo consiguieron. Fue así como los yemeníes aprendieron a vivir colgados de los riscos más inexpugnables. Y así forjaron ese paisaje en donde los pueblos amurallados y las fortalezas de piedra se confunden con la desnudez pétrea de montañas y quebradas. Un ejército invasor puede pasar por el valle sin vislumbrar siquiera las poblaciones mimetizadas entre los pedregales de las cimas  y, aún en caso de descubrirlas, difícilmente podría someterlas. Es este pasado de invasiones y resistencias el que ha forjado el carácter, también, de los pobladores: indómitos, insumisos a cualquier control, dados a rebeliones constantes. Frente a tantas invasiones y a la dificultad de consolidar un estado central, la tribu ha sido siempre el núcleo de resistencia, el escudo protector de los clanes y la gente, el factor de cohesión y garante de la seguridad. Por ello Yemen es, en el comienzo de este siglo XXI, uno de los países más tribales del planeta. Otro de sus encantos.

Yambiyas y Fusiles

El gobierno yemení siempre ha intentado desarmar a sus ciudadanos. Tarea imposible. En el país se calcula que hay sesenta millones de armas de fuego, tres por habitante. Todos los intentos anteriores por reducirlas han fracasado. En una ocasión el gobierno envió una ley al parlamento para regular la posesión de armas. Los diputados ni tan sólo la discutieron: se hubieran visto obligados a disminuir el número de sus guardaespaldas.
En Yemen los kalashnikov y los vehículos todoterreno han sustituido quizás a los sables y a los camellos, pero el papel que juegan continúa siendo el mismo, porque la mentalidad no ha cambiado. Las armas aseguran el honor, el rango, la libertad y la vida de quien las posee; los 4x4, su libertad de movimiento por montañas y desiertos. Poco o nada ha cambiado en Yemen durante los últimos cien años, ni siquiera en el sur que fue colonizado por los británicos y luego vivió el único experimento marxista del mundo árabe. Quizás allí la religión aún se viva de forma más distante que en el norte, pero poco más. Yemen es una sociedad tan tradicional que incluso la religión no está contaminada por el islamismo, un movimiento moderno y que en el fondo pregona retroceder a un pasado de integrismo religioso que nunca existió. Yemen, simplemente, ya vive en el pasado.
Éste es el Yemen que entra en el siglo XXI, y que el escaso petróleo encontrado no ha cambiado ni un ápice del Yemen medieval. Y esto es lo que ofrece al viajero: desiertos que esconden ruinas de ciudades milenarias; altiplanos de roca desnuda donde las terrazas vadeadas por los cultivos cuelgan como por encanto en los precipicios; ciudades medievales de barro, dominadas  por la verticalidad, única en el mundo; la
Taíma, de paisajes, rostros y climas africanos, oasis de palmeras y pueblos de pescadores; tribus  y beduinos indómitos; leyendas de caravanas y reinas fabulosas.
Pier Paolo Passolini se enamoró de Yemen y en é filmo buena parte de Las Mil y Una Noches. El viajero se creerá desembarcado en el país de las mil y una maravillas.
  
Texto: Jaume Bartrolí  Altaïr ,nº13 segunda época, 2001

 

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