viernes, 27 de julio de 2012

XLVI 1990´s Viet-nam 7.7 - Viajes






Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi




7.7  El delta del Mekong: Metáforas de agua.



Me cuesta imaginar ese país de agua, esa tierra de caminos angostos trazados en un mapa de agua; de casas que son como islotes cercados por canales. Me cuesta imaginar que estuve allí, hundido hasta la cintura en los campos de arroz, que fui parte de los aquellos atardeceres azafranados a orillas del Mekong o del Cassac. Pero aún resuena en mis oídos el ritmo tristón de los bocinazos mientras transitábamos las carreteras concurridas; el aire festivo, de despreocupada algarabía, a nuestro paso por los pequeños pueblecitos, casi siempre en la conjunción de dos canales o ríos. Es siempre tan grato poder volver, a fuerza de recuerdos, a volandas sobre aquellos puentes precarios, a los apretones y el griterío de los transbordadores; a los malecones de Can Tho o My Tho, a los mercados flotantes y a los juncos familiares errando por laberintos de agua.

 

Pero es cierto que estuve allí. La memoria no traiciona espacios como aquella carretera que nos llevaba a Chau Doc, a la frontera con Camboya, una carretera que se estrechaba, encogida entre los arrozales, y que se repartía el tráfico y los juegos infantiles con las labores de secado de la cosecha de arroz o de las barritas de incienso. Una carretera, en el corazón del delta del MeKong, que era como un universo lineal abriéndose paso entre los campos inundados, que mostraban aquí y allá la pelusa verde de los primeros brotes de arroz. Los pueblos, ya no eran más que chozas de madera, bambú y palma, que se alineaban en los márgenes, apoyándose, en precario equilibrio, en los enormes charcos de agua.


Estuve en el delta el tiempo justo, un tiempo que, al igual que la tradición confucionista, se vive, pero que nunca se llega a medir. Porque el tiempo en Son Cuu Long, el “río de de los nueve dragones” como se conoce localmente al MeKong, carece de relevancia. Si acaso, tres minutos, expresa el tiempo que uno tarda en mascar un bocado de hetel; un cuarto de hora es un concepto que sólo se aplica en la preparación de un arroz para cuatro personas. Nada más. Para mí fue un tiempo sin medida, días de MeKong, sin Le Lai, e inundados de metáforas.






Pero para entender el MeKong, hay que remontarse nada menos que 4500Km. Hasta las mesetas tibetanas. Hace falta cruzar la China, trazar la frontera entre Tailandia y Laos y atravesar el corazón de Cambodia. Para apreciar sus secretos, hace falta saber que cuando el MeKong llega Phnom Penh, la capital de Cambodia, se ramifica en dos ríos, el Hau Giang, también conocido como Bassac, y el Tien Giang, el MeKong propiamente dicho, que se dispersarán, antes de llegar al mar del Sur de China, en ocho brazos distintos, anegando los fértiles valles que Vietnam arrebató a los khmers en el siglo XVIII. Precisamente en la capital camboyana ocurre un fenómeno curioso. Cuando en septiembre el MeKong alcanza, debido a las lluvias monzónicas, sus niveles más altos, amenazando con desbordar todos sus cauces, el Tonlé Sap, uno de sus tributarios, se ofrece como aliviadero, permitiendo que la corriente del MeKong se invierta, para dirigir el exceso de agua río arriba hasta el lago que lleva su mismo nombre. Al final de la época de lluvias, en noviembre, la dirección de la corriente se vuelve a invertir, y el lago Tonlé Sap vierte una vez más su caudal en el río MeKong.



En las vegas encantadas de Dón Thap, Sóc Trang, Ang giàng, Vinh Long, Bên Tre o Trà Vinh. Los canales naturales se confundían con los que el hombre había ido arañando a la tierra buscando la seguridad del agua, porque el agua en esta zona es algo más que una metáfora; es el agua que necesitan los campos sedientos, pero también es el medio de trasporte y de comunicación de toda la región. Es un estilo de vida. Por el agua han viajado también culturas, guerras o religiones, que por cierto abundan en la región. Junto a los templos budistas de los Khemer o las pagodas chinas se levantan  las iglesias católicas o las mezquitas de las comunidades musulmanas Cham, pero aún es más sorprendente el barroco deslumbrante y colorista de los templos de una extraña colección  de religiones locales que, sorprendentemente, han surgido a lo largo del siglo XX, mezclando los más inverosímiles elementos de las religiones más importante del mundo.



Entre estas religiones destaca el Cao Dai, una auténtica melé espiritual que intenta armonizar el Budismo Mahayana con el confucionismo, el taoísmo y el cristianismo, todo ello aderezado con una pizca de espiritualismo, y que ya cuenta con no menos de dos millones de adeptos en el sur de Vietnam. La secta Hoa Hoa, establecida en 1939 por Guim Phu So, “el monje loco”, como le llamaron los seguidores son ya más del millón en el delta. Otro monje, “the coconut monk", como se le conocía, pues pasó tres años alimentándose tan sólo de cocos, fundó en la isla de Phumg, frente a Mito su propia versión sintética del budismo y el cristianismo, el Tinh Do Cu Si, que toma prestada, indistintamente, iconografía de ambas religiones.




Pero mi religión de aquellos días, fue otra; una religión que se revelaba todos los días en el momento mágico de una sonrisa anónima o en el puchero de un niño antes de romper a llorar. Era la misma religión que la que asomaba al gesto cansado de una mujer sin edad que, en cuclillas, preparaba barritas de incienso, o a las manos cruzadas del barquero que madrugaba aún más que la mañana. Mis plegarias fueron los besos furtivos de dos jóvenes ante el altar familiar, o el esperado regreso de las flotillas de pescadores. Mi religión tenía pintada proa los mismos ojos que las embarcaciones; ojos para vigilar los peligros y conjurar los espíritus del mal, que flotan en la corriente como matas de nenúfares o zancudos gigantes; pero también ojos para contemplar y disfrutar la belleza angular del delta.



En el camino de vuelta a Saigón, a la altura de Mito, decidí abandonar  la excursión e intentar llegar a la ciudad siguiendo el rumbo del MeKong hasta el mar, para luego remontar el curso del SaiGon. Phran Tha se rió mucho cuando, a la puerta del hotel, le pregunté cómo llegar al ferry para Saigón; pero es que Paran tha se reía de cualquier cosa con suma facilidad. Se sentía a gusto con huéspedes extranjeros, y su excelente inglés le permitía abordar una interesante variedad de temas. Había sido oficial del ejército del sur de Vietnam. Durante la guerra perdió a su mujer y dos hijos varones. Y todavía, al final de la misma sirvió cinco años en un campo de reeducación en Vinh Long. Un tipo educado al que la adversidad no parecía haberle arrebatado su natural buen humor y una excelente disposición para entablar conversación. Me explicó que no había tal barco, y el viaje, que podía durara más de un día, tenía que se cubierto en diferentes etapas. Insistió, de todas formas, en que me tomara un café en su chiringo, una choza levantada con cuatro tablas a orillas del río MeKong.



  Phran Tha era dueño también de una barca, que me ofreció para que pudiera conocer los canales menos transitados: su hija me podría guiar. El precio era irrisorio, y acepté. Por la tarde podría tomar el autobús a Saigón. Pero antes de dejarme ir, me obligó a desayunar y a escuchar retazos de su historia, la tiste historias de los casi 100.000 oficiales del ejército sur vietnamita y sus familias a los que los Estados Unidos olvidó en promesas vana después de la caída de Saigón. El negocio, decía, iba lento. Los vencidos nunca recibieron muchas facilidades para salir adelante, pero él no podía quejarse, había contado con la ayuda de algunos familiares leales a los comunistas, y sabía que si continuaba ahorrando, algún día podría conseguir reunir el dinero que necesitaba para poder emigrar a los Estados Unidos, su sueño desde que acabó aquella guerra. A veces se callaba, se quedaba pensativo, la guerra había sido cruel, muy cruel. Pero, ante todo, Paran Tha era un tipo optimista, confiaba en el futuro y contaba con su esfuerzo como garantía.



Me hubiera gustado contarle que a lo mejor América no era aquella América que él andaba retocando en los huecos ociosos de su vida en Mito. Pero no le hoce, ¿qué derecho tenía yo a entrometerme en los sueños ajenos? Y sin embargo, recordé para mis adentros con fría precisión aquella noticia que abría los titulares del periódico  el día que salí de San Francisco: “Una bala acaba con el sueño americano de una familia vietnamita”. La noticia contaba, con todo lujo de detalles morbosos, el asesinato de Sang Van Pham un joven vietnamita de 20 años, que trabajaba en el turno de noche de un restaurante de la cadena Jack-in-the-Box en un suburbio de Oakland. Un grupo de adolescentes se había colado en el local, vacío a esas horas. Pidieron unas hamburguesas, y uno de ellos sacó una pistola, se la puso a Sang Van en la sien, y le ordenó que le diese todo el dinero que había en la caja. Sang Van no dudó al instante, y le ofreció todo el dinero. El mismo muchacho que sostenía la pistola, agarró el fajo de billetes, le miró fijamente a los ojos durante unos segundos, y. a  continuación, le disparó sin pestañear, Sang Van era sólo un número más en las estadísticas de Oakland, la segunda ciudad más violenta de los Estados Unidos.

 

No le dije tampoco que Sang Van había emigrado junto con sus padres, y sus cuatro hermanos menores en 1989, acogiéndose al programa de refugiados que, finalmente, había sido aceptado tanto por los Estados Unidos como por la República Socialista de Vietnam. Este acuerdo permitiría establecerse en suelo americano a aquellos exoficiales vietnamitas y sus familiares directos que hubieran cumplido al menos tres años en campos de reeducación. Sólo el joven Sang Van, que había aprendido muy rápidamente la lengua inglesa, había encontrado un trabajo mal pagad, pero estable, que permitía a la familia pagar el alquiles de un minúsculo apartamento en un barrio pobre de las afueras de Oakland. Y todavía soñaba con poder ahorrar un poco de dinero para ir a la universidad algún día. Porque Sang Van, esa era la realidad, había llegado a los Estados Unidos para soñar y morir.



Claro que un pasado parecido, de lucha, desarraigo y dolor, era el que resumía la vida de Thi Le, una estudiante de medicina en Davis, California, hasta que el director de cine Oliver Stone, la seleccionó para interpretar, sin experiencia alguna previa en el medio ci9nematográfico, el personaje central de su última película. “El cielo y la tierra”, que cerró su trilogía vietnamita. Con el dinero, comentaba Thi Le, había visto cumplido sus sueños: compro dos coches para sus padres, pagó el balance de las tarjetas de crédito y de las matrículas de sus cuatro hermanos menores, y aún se llevó a toda la familia de vuelta a Vietnam, la primera vez desde que escaparan en 1979.



Pero no, tampoco le hablé a Prhan Tha de los que habían triunfado al otro lado del océano. Al fin y al cabo, era su sueño, el rincón fantástico de todos aquellos soldados vencidos que nadie nunca había conseguido reeducar. Nunca te fíes de los canales, me había dicho antes de dejarme ir. En el agua, cuídate de los cocodrilos, y en la selva de los fantasmas y espíritus que se han quedado solos vagando en ella. pero yo no vi más espíritus que el de las familias que vivían en los rincones más maravillosos de aquellos canales, y que nos saludaban complacidos sin dejar de echarle un ojo al arroz que se cocía bajo el toldillo de paja mientras daban tiempo a que se secase la ropa recién lavada. O el de los niños, que tensaban con fingida gravedad las redes, o el de los chiquillos que nos seguían corriendo descalzos por la orilla accidentada, o se reían  en sus observatorios improvisados en la copa de los frutales. Durante  horas anduvimos vagando por canales apenas transitados. A ratos  pedía a la hija de Paran Tha que  apagara el motor. El silencio que seguía era como una biblia, como una definición. Sólo el chapoteo de los remos, daba un contrapunto a esa tranquilidad, ocasionalmente el rubor de un aire leve en la copa de las palmeras, la risa a lo lejos de los niños, el silbo de un pájaro… si hubiera sabido cómo, hubiese querido fotografiar aquel silencio.

De vuelta a Saigón aquella noche, en un autobús destartalado, me di cuenta del sosiego, de la paz que aquella última etapa del viaje, todo un poema de agua, había dejado en mí. El agua, y en esto todas las religiones coinciden, purifica y a mí ya ni siquiera me importaba la certeza de que al día siguiente acabaría mi viaje y una vez de vuelta, volvería a caer en las trampas occidentales de la impaciencia y la arrogancia. También yo, como Phran  Tha, era optimista, y sabía que si me lo proponía, podría seguir soñando a la manera vietnamita, con mucho presente por delante.






























































































































 
















viernes, 20 de julio de 2012

XLV 1990´s Viet-nam 6.7 - Viajes





Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi



6.7  Saigón; Y el verbo se hizo ciudad.


Esperaba a Le Lai a la puerta de la escuela, un edificio discreto, de la época colonial, a espaldas del mercado de Ban Thanh. Desde mi llegada a Saigón, todo se había hecho intenso. Nada allí se detenía. Todo el mundo parecía ocupado en algo; quien no vendía ambulantemente, lo hacía de forma estacionaria. Unos se afanaban en recortar metales. Otros en diseñar terrazos. Curtir, sellar, zurcir, troquelar, fundir, pintar, soldar y soñar. Una ciudad musculosa transitada por los verbos, ese fue el Saigón que conocí.







El tráfico era denso a cualquier hora del día, y sin embargo, nada de coches y tuk tuks sacudiéndote los bronquios a la manera de Bangkok. A excepción de unos pocos automóviles y un puñado de autobuses y carromatos destartalados, el resto eran bicicletas, motos japonesas de baja cilindrada, y como no, ciclotaxis, “un dólar, seño, y le llevo donde quiera. ¿El museo de los crímenes de guerra? ¿La embajada de los EEUU? ¿El Ayuntamiento? ¿Ah, no?, ¿el señor bum bum?”. cuesta un poco adaptarse, pero cuando lo haces, sabes que tienes que fluir, incorporarte al ritmo del tráfico, jamás detenerte, aunque parezca inminente que siete u ocho bicicletas te vayan a atropellar, el juego se llama “ni-se-te-ocurra-pararte-en-medio-del-cruce”, de lo contrario, como te conviertas en un objeto estacionario, 
                                                                                                              efectivamente, te atropellarán.


Le Lai, Le Lai. Esperaba por ella sin saber qué hacer con ella. La había conocido en el bar de su tío Kim, donde ayudaba por las tardes, cuando la terraza y el interior del pequeño local se llenaba de turistas y viajeros que pernoctaban en los hoteluchos y pensiones de la calle Pham Ngu Lao y aledaños. No era el único café de la zona, pero sí el más popular entre los viajeros más humildes. La comida era deliciosa, combinando con inteligencia los sabores occidentales y los platos locales; el café chua no estaba del todo mal; pero lo mejor era, sin duda alguna, el servicio entusiasta y dedicado de Kim y su familia. Desde que el gobierno permitiera los negocios familiares, la familia, al completo, se había volcado en la explotación de aquel local arrendado al municipio. Los hotelitos de alrededor, que ofrecían hospedaje realmente asequible, atrajeron a los transeúntes de pocos medios; la palabra  se fue pasando de boca en boca, y la zona terminó por convertirse en menos de dos años, en un lugar de encuentro para viajeros alternativos, lo que algún día quizás fue Khao San Road en Bangkok.


Kim Yên fue un pionero en el barrio, uno de los primeros que se dio cuenta de la oportunidad que tenían entre manos. E él le siguieron el 333, el Saigón, el Lotus, Café Long, y otros. Había hasta una heladería de lo más coqueta o cafés como el Shin, regentado  por un grupo de jóvenes australianos cansados de su palidez isleña. Aquí y allá se alquilaban motos y bicicletas (algo impensable hasta hacía  tan sólo un par de años). Kim había extendido su negocio, y lo que había sido un pequeño local con un puñado de mesas de formica, se convirtió en una atractiva terraza protegida de las altas temperaturas de la ciudad por la sombra de los árboles de la calle. Compró maquinaria y amplió la cocina, la única forma posible de atender a la creciente demanda de chao gio (rollitos de primavera), sopas, arroces fritos y ensaladas de fruta y yogurt. Además consiguió, cuando desapareció el monopolio de la Oficina de Turismo, los permisos necesarios para organizar excursiones y visitas por todo el sur de Vietnam. Tanto creció, en cuestión de meses, que tuvo que ceder la gestión de los viajes a su hermano, Nhon, el padre de Le Lai, Nhon no dudó en aceptar, y junto a su hijo, Binh Tuoc, un universitario inquieto y fascinado por todo lo que tuviese etiqueta occidental, se lanzaron a una loca carrera de adquisición de furgonetas, preparando cuidadosamente rutas de interés y reclutando guías entre familiares y conocidos que tuvieran un conocimiento básico de inglés o francés.
 

Tanto a su padre como a su tío les había ido estupendamente, me había asegurado Le Lai. Toda la familia se había volcado solidariamente para servir con diligencia comidas a cualquier hora del día. La competencia era fuerte, pero también iba en aumento la demanda. A los extranjeros no parecía importarles pagar hasta un 500% más que los locales por los servicios básicos, y el gobierno, muy lejos de poner trabas, veía con muy buenos ojos la entrada masiva de divisas fuertes. A Le Lai lo que más le gustaba de las tardes en la terraza del Kim era el contacto con los extranjero. Podía practicar el inglés y conocer gente nueva constantemente. Claro que, confesaba ella, era gente de paso. Tan pronto como les cogía cariño, se marchaban. Pero también a eso se acostumbraba.


Le Lai, Le Lai. A pesar de que no llevaba más que unos pocos días en Saigón, se había convertido en mi amiga y paciente guía. Yo  a cambio, le enseñaba los cuatro trucos de inglés que yo mismo había aprendido a través de mis viajes, y le hablaba de todas esas curiosidades de nuestra vida en Europa, cosas que ella nunca había visto, pero que había aprendido a apreciar a través de las conversaciones con los viajeros. Ya el primer día, un sábado a mediodía, cuando descubrí la terraza Kim, atestada de todo tipo de personajes estrafalarios, nos hicimos buenos amigos. Me encantó su simpatía, el cariño con el que se sentaba al lado del cliente para tomarle la orden. El tono dulce de su voz, la mirada directa, cálida. Noté que le gustaba y desde luego no hice nada por ocultar que también ella me gustaba a mí. Bromeamos, tonteamos, y le propuse, entre risas, ir a cenar a alguna parte. Ella hizo un cálculo rápido, y sin perder tiempo me sorprendió al aceptar la invitación.


Desde aquella noche nos habíamos estado viendo regularmente. Habíamos ido a todos sus lugares favoritos: los mercados del centro y las terracitas de detrás del Teatro Municipal; habíamos paseado los atardeceres del malecón cogidos de la mano; nos habíamos hecho fotos en la terraza del Carabelle y en el Ayuntamiento, frente a la estatua de Ho Chi Minh. Nos habíamos aventurado en los salones suntuosos de los hoteles míticos, el Rex o el Continental, y hasta nos habíamos unido a los cientos de jóvenes que, en sus bicicletas, paseaban arriba y abajo, en una especie de cruising sobre pedales, las calles Le Loi y Nguyen Hue, llenado con sus risas y el grillar de los timbres las noches de sábado en el centro de la ciudad.


Un timbre sonó en el interior del edificio y, casi al mismo instante, los primeros grupos de estudiantes empezaron a desfilar bulliciosamente por las escaleras del viejo caserón. Le Lai fue de las últimas in salir, iba acompañada por dos de sus amigas a las que ya me había presentado en otra ocasión. Me levanté del taburete del pequeño puesto de chucherías, que sin duda pertenecía al paisaje habitual de aquella escuela, y la saludé con amplia sonrisa y una leve inclinación de cabeza. Hice lo propio con sus amigas, que me devolvieron el saludo, y se despidieron en un inglés en el que faltaba entonación y sobraban carcajadas. Le Lai estaba radiante. No se había cambiado como los días anteriores, llevaba aún puesto su ao daí, de un blanco inmaculado. La transparencia vaporosa del satén, me  turbó durante un segundo. No podía evitarlo, Le Lai era apenas una muchacha, pronto cumpliría los 19 años, pero, sin remediarlo, me estaba enamorando de ella. Era tan fácil enamorarse de ella y olvidar que mi futuro estaba hecho de distancias, lejos de Saigón y de a mirada limpia de Le Lai.


Me dijo que tenía que ir a Hau Giang, en el Cholón chino, a buscar una pieza para la nueva Honda de su hermano. Quería que la acompañara. “Ricamente”, me alboroté para mis adentros. Intenté convencerla para que ese día me llevara ella en su bicicleta, pero fue en vano, y ni siquiera mi nada fingido miedo al tráfico de Saigón pudo hacerla cambiar de idea. Una vez más, me hice con el manillar y los pedales, y dejé que Le Lai, detrás de mí, se abrazase a mi cintura. Un escalofrío de felicidad me recorrió la espalda.

Cholón. Primeras horas de la tarde. Era la hora de la siesta. Era Cholón, las callecitas de Cholón. Olía a sopa, y a carne asada, a polvo de jazmín y a fuego de brasa. Olía a tierra sazonada, al barrio chino. Era Cholón, y el beso de Le Lai me cogió por sorpresa.


Habíamos corrido a refugiarnos de la lluvia bajo la sombrilla de un pequeño puesto de almejas. Los primeros goterones dejaron un dibujo minimal en el barrillo que cubría las calles adyacentes al mercado de Binh Tay. Las calles estaban atestadas de gente comprando y vendiendo. No había apenas espacio para moverse por las aceras. Nadie parecía inmutarse, y sólo cuando arreció la tormenta  y una cortina de agua cubrió la escena, empecé a ver a los niños correr, salpicándonos de alegría y agua sucia; los  taxistas sacaron de qué-sé-yo-dónde plásticos y ponchos que harían las veces de toldillos; las mujeres, mientras, recogían la mercancía, equilibrando los atadillos en sus balancines. 



Decidimos descansar un rato mientras pasaba la tormenta y aprovechar para comernos unas almejas preparadas en el wok con ajos tiernos y guindilla. Le Lai estaba preciosa, con las mejillas encendidas y los ojos entronado; forzándose por atender a las explicaciones que le estaba dando sobre qué-sé-yo-usos del genitivo sajón. Ella asentía y asentía, pero no estaba prestando atención alguna. Me miraba a mí, fijamente, con alegría, leyendo entre mis líneas, deseándome. También yo la deseaba. Me callé, dijera lo que dijera todo era mentira y nada venía a cuento. Quise besarla, pero fue ella quien lo hizo. Primero una sola vez, levemente, inclinándose sobre mí, sin apenas rozarme; luego, calibrándome, buscando la reacción, el impacto en mis ojos para, finalmente, volver a besarme, y esta vez abandonar allí sus labios, húmedos y carnosos.


Aquí y allí enormes sacos de hebras de tabaco que alguien cubría con plásticos mugrientos; un pelotón de ocas se acomodaban con escándalo bobalicón bajo el toldillo de un ciclo-taxi, dos cerditos se revolvían luchando ruidosamente por escapar de su capazo de esparto, un atadillo de gallinas cacareaban insolente su última voluntad; puesto de arroz y de tallarines, barras de pan fresco y carritos de patés. La lluvia arreciaba, levantando aún más olores a la tarde; el olor del cilantro y del té, el incienso y la tierra mojada, el olor de los besos de Le Lai. Era Cholón, a la hora de la siesta.