miércoles, 26 de septiembre de 2012

L 1990´s Caminos de hierro del occidente Africano 1.2 - Viajes







En el año 1996 tras mi viaje a Malí truncado por la Malaria, decidí volver de nuevo, pero esta vez recorriendo el oeste africano por las dos vías ferroviarias existentes. Conseguí que mí querido amigo Gaspar se apuntara al viaje, mi querido y leal amigo Gaspar, que siempre estuvo esperándome al regreso de mis viajes compartiendo así las primeras historias y aventuras de los mismos. Fue nuestro gran viaje, un viaje que nos sirvió para conocernos mejor y afianzar así nuestra gran amistad que ya venia de tiempo atrás. Para Gaspar fue su primer gran viaje, después de deambular por el norte de África –Marruecos-, alrededor de casi dos meses nos llevo realizar todo el recorrido, que nos llevo desde Dakar (Senegal), hasta Abidjan (Cotê D´Ivorie), pasando por Malí y Burkina Faso, un viaje de trenes, camiones, autobuses y pick-up´s atestados de humanidad y experiencias. 

Un viaje sin prisas, holgado, para así poder degustar y asimilar; los colores, los sabores, los ritmos africanos, la gentileza y hospitalidad de los pueblos del oeste africano, la belleza intrínseca de los pueblos Wolof, Peul, Bambara y Dogon, una belleza que siempre me inspiro y me hizo volver tantas veces a África.

 Estos dos capitulos van dedicados para ti Gaspar, te quiero.

Solo en cada viaje uno ya no es uno, algo, (yo ya no soy yo), en el interior, algo se gana pero algo se deja por el camino, (Corazón de las tinieblas Joseph Conrad).







1.2  Caminos de hierro del occidente Africano


Un viaje en trenes que son algo más que viejos expresos destartalados. Trenes que son pueblos sin prisas en los que el tiempo discurre holgado, como el talante de sus pasajeros. La mayoría de ellos van o vuelven de vender; van o vuelven  de estar con sus familias, no entienden de fronteras. Viven del trueque y el contrabando, subsisten de acá para allá, y lo hacen con alegría. En los pasillos se amontonan con poco lustre paquetes y hatillos; sobre las esteras se reza en susurros, se juega a las cartas o se despunta una siesta. Huele a yasa, a salsa de cacahuete y cebolla, a sudor especiado.


Corría el año 1885. Las potencias europeas, reunidas en la Conferencia de Berlín, jugaban a trazar elegantes líneas rectas en África. El reparto del continente, siguiendo criterios políticos y mercantilistas a espaldas del mapa étnico y de las necesidades reales de la población nativa, puso la región del Occidente subsahariano en manos de británicos y franceses. Estos últimos, siguiendo la ruta visionaria de siglos de exploraciones fallidas, se dispusieron a avanzar, esta vez sin titubeos hacia el interior del País de los Negros. En su mente estaban las tierras de el dorado africano, con capital en Tombuctú, abundante en oro y leyendas. Contagiados de las geometrías inútiles, estadistas e ingenieros militares soñaban con un camino de hierro que atravesara la vasta extensión del desierto del Sáhara, una fantástica línea ferroviaria que facilitara el transporte de los fabulosos tesoros africanos hacia el norte.



Apenas si hizo falta un par de décadas para que los franceses hicieran efectivo su dominio colonial en las tierras de Senegal, Malí, Níger, Alto Volta (Burkina Faso) y Costa de Marfil, países que, junto con Mauritania formarían parte de la Confederación de Estados del Oeste Africano. Fue tiempo suficiente para que se desmoronara el mito centenario del dorado africano, Tombuctú ya no era más que la capital de la nada, una sombra de sí misma, encrucijada inútil de pasados gloriosos y culturas fenecidas. Junto con los mitos, el sueño de un ferrocarril transahariano quedó definitivamente sepultado en las siempre vírgenes arenas del olvido.



En su lugar surgieron de la mano de la Compañía ferroviaria de África del Oeste, dos líneas mucho más humildes pero que, igualmente respondían a las necesidades comerciales de la Francia colonial, transportar el cacao y el café desde las plantaciones del interior hasta los grandes puertos atlánticos de Dakar, en Senegal, y Abidján en Costa de Marfil. De aquellas rutas permanecen los viejos expresos de chapa gastada y colores imposibles dibujados por el pincel oxidado del tiempo, algunos de cuyos coches se remontan a los años 50. Seria difícil entender hoy en día la ya de por si precaria economía de estos países tan castigados por la adversidad natural, desertización, sequías y hambrunas, como Malí o Burkina Faso, sin esos corredores de hierro y traviesa que unen sus respectivas capitales con el océano.

Más allá de su evidente papel social y económico en la región del Níger y el golfo de Guinea, estas dos líneas abren una insólita puerta al viajero que entra en el continente africano dispuesto a superar la visión derrotista y parcial que de él nos han venido dando los medios de comunicación. Una visión que omite su historia, su cultura y su arte, olvidando que África tuvo un pasado, y que en el corazón de su gente, late ya un futuro.

Texto: Javier Santos Asensi




                                              
                                                                             Dakar-Bamako-Mopti
















































































































































miércoles, 19 de septiembre de 2012

XLIX 1990´s Malí (West Africa) 3.3 - Viajes





Malí


3.3  Las otras caras del hambre



A veces me pregunto por que sigo fotografiando ¿qué es lo que busco?, ¿qué sentido, por ejemplo, tienen estas imágenes?, ¿son espejos, o quizás espejismos? Sé que en mis fotos no hay denuncia, al menos entendida en un sentido clásico. Mi mundo, el mundo de mis viajes y de mis imágenes es África, como lo fueron Asia o Centroamérica,. Malí, Guatemala o Viet-nam.

Un mundo de carencias, de emociones, de lucha por la supervivencia, un mundo sin luz ni colores, a tenor de la información que nos llega. Es así y no lo es. Todo depende del ángulo que escojamos, de la lente o el diafragma seleccionado; pero también del corazón al otro lado de los espejos. Según se mire.
  

No se puede decir que en mis fotografías haya rastreado las rutas del hambre y la privación. No me entretengo, morbosamente en la aflicción, en la pérdida o en el dolor. Ahí están. Existen. Quizás más expuestos; digamos que una pobreza más vistosa, más exótica. Pero no deja de ser una necesidad, una insuficiencia definida con criterios occidentales, los mismos que nos ciegan de vanidad para impedir que nos sintamos cómplices y sujetos a otro tipo de carencias y estrécheles, más sutiles, más inconfesables, pero no por ello menos ciertas. La miseria, la mezquindad o la poquedad no nos son tan ajenas como nos figuramos a este lado de las fronteras del desarrollo. Según se mire.
  


Y es que creo que en la belleza, en la serenidad de estas imágenes, mucho más allá de los estereotipos de la miseria, va implícita la más dura de las denuncias. Esta es la verdadera África, hacendosa y esperanzada; éste es el Malí tenaz y obstinado ante las leyes de los adverso. En mis fotografías se atisba el más emocionado y amenazado de los paisajes africanos: la vasta extensión humana de sus habitantes, sometidos a veces por la ceguera de sus propios dirigentes, otras por la avaricia de las grandes corporaciones multinacionales, y en no pocas ocasiones, por la adversidad natural. No dudo en enfrentar directamente a la cámara a los personajes que se me cruzan. Ellos son los auténticos protagonistas de mis viajes.  Ellos y la luz, que da volumen a su expresión textura a su piel y relevancia a sus sentimientos. Muy lejos del Nuevo Orden Mundial quedan los bailes exultantes y coloristas de los Dogón y los Bambara; los rituales nómadas de los Peules o los días de Níger entre los Bozo. 

 Ante mis lentes discurre el universo cotidiano de hombres y mujeres que trabajan, sueñan, rezan y aman hermanados con la tierra y el agua. Hombres y mujeres de risa fácil, que aciertan a recordarme que estoy vivo, que las emociones existen más allá de los muros rígidos, de la cacofonía de desencuentros de nuestros paraísos occidentales. Hombres y mujeres de extraordinaria sencillez, que me han enseñado no sólo las otras caras del hambre, sino además a vivir un tiempo diferente, casi físico, lento e intenso, donde siempre cabe mucho más de uno mismo.