En el año 1993 seducidos por las historias de
otros viajeros durante nuestro anterior viaje por Tailandia, Viet-nam era un
país recién abierto al turismo, cargado de historias y leyendas por descubrir,
decidimos que este fuese nuestro viaje-proyecto, en aquel otoño una vez más
decidimos encontrarnos Javier y yo a mediante camino, él desde California y yo
desde el Levante de la península ibérica, por nuestra disposición de tiempo,
decidimos que yo caminara primero para luego encontrarnos en mitad del viaje, en
Saigón. Javier me sugirió que llevará un bloc de notas, para que escribiera al
final de cada día, y a mi manera, las anécdotas que fuesen sucediéndome, aparte
de seguir haciendo fotografías, que realmente era mi lenguaje, más que el
escrito.
Entré
a Viet-nam por Hanoi, vía Bangkok (Thailand) donde pase los primeros días
resolviendo todos los temas burocráticos, visado etc., desde Hanoi, fui
discurriendo camino del sur hasta Saigón, donde semanas mas tarde llegaría
Javier para terminar viajando juntos por el Mekong, de paso que tomara el
relevo de la escritura, con todas aquellas anotaciones, apuntes y experiencias,
acabamos desarrollando lo que fue nuestra primera edición en papel, y que en
aquellos años se convertiría en uno de los primeros libros en castellano sobre
Viet-nam, este es el relato de aquel viaje-colaboración, espero lo disfrutéis:
Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos
Asensi
0.7 Viet-Nam: Cuentos para después del embargo
Es curiosa la manera en que nos sorprenden aquellos lugares soñados cuando, finalmente, nos encontramos cara a cara con ellos. Al llegar a Hanoi, recuerdo que me esperaba una ciudad apagada, agotada, en la que uno tendría que leer entre líneas el esplendor y la grandeza de sus gentes. Quizás el hundimiento de las utopías comunistas y una visita previa a la Habana me habían hecho generalizar una saturación de aislamiento, carencia y agotamiento. No fue así.
Es curiosa la manera en que nos sorprenden aquellos lugares soñados cuando, finalmente, nos encontramos cara a cara con ellos. Al llegar a Hanoi, recuerdo que me esperaba una ciudad apagada, agotada, en la que uno tendría que leer entre líneas el esplendor y la grandeza de sus gentes. Quizás el hundimiento de las utopías comunistas y una visita previa a la Habana me habían hecho generalizar una saturación de aislamiento, carencia y agotamiento. No fue así.
La primera imagen que tengo de Viet-Nam, una vez cumplimentados todos los trámites en la aduana y tras compartir u taxi con una pareja francesa y una muchacha sueca, es la de una ciudad bulliciosa y hermosa. No había nada del paisaje urbano estropeado por las cicatrices de guerra que yo había imaginado. Probablemente estos recuerdos pertenecían a la memoria errante de otro viaje, que ya creía olvidado, al sector oriental de Berlín, tal y como lo conocí en 1979, antes si quiera que los más perspicaces analistas políticos entrevieran la posibilidad del desplome del telón de acero: solares donde se acumulaban basuras, fachadas cercenadas y otras que escondían a sus espaldas un espacio vacío, con un sorprendente parecido a los decorados cinematográficos de Hollywood californiano.

Algo similar ocurre con ese aire de resignación y desencanto que anticipa en sus moradores. Es totalmente engañosa la severidad revolucionaria que una supone en una nación cuya historia es la historia de una liberación sin tregua (chinos, franceses y americanos han sido vencidos por el pueblo vietnamita que, aún después de la toma de Raigón en 1975, encontró fuerzas para rechazar una ofensiva china e la frontera del norte, e invadir la Cambodia sanguinaria de los Khmer rouge). Al contrario, la impresión que me dejaron mis primeros encuentros con los locales fue la de risueña franqueza, excelente disposición para ayudar y lógica curiosidad por todo lo extranjero, sobre todo entre los más jóvenes, que no vivieron las atrocidades de la guerra vietnamita.

Los vietnamitas, doy fe de ello, gustan de dar largos paseos a pie o en bici, son excelentes bailarines (posiblemente una de las pocas naciones asiáticas donde se conserva el gusto colonial por los bailes de salón) y no dudan en espaciar sus actividades para tomarse sin prisas un té o un café (que se sirve en una tacita-colador especial para que el cliente lo filtre a su gusto) en la innumerables terrazas que animan las callejuelas del Barrio Antiguo de Hanoi, claro que, después de tomarse un cafecito en el Café Nhan, Café Hoy, Café Bong o Café Giang, inevitablemente, uno piensa en la tradición heredada de los cafés parisinos, pero si es cierto que el café fue introducido en el S. XIX por los franceses, no menos cierto es que el disfrutar una comida o de un té amargo en las terrazas exteriores de los locales ha sido siempre una parte importante del estilo de vida de las ciudades vietnamitas.

A todo
ello hay que sumar unos más que aceptables niveles educativos, una de las
conquistas irreprochables del estado socialista, que se basa en la erradicación
del analfabetismo a través de un buen sistema gratuito y obligatorio de
escolarización en los niveles primarios. Este logro, que se evidencia especialmente
en las zonas rurales, contrasta con las altas cotas de analfabetismo en otros
países del Extremo Oriente con un desarrollo económico muy superior al de
Vietnam.
1.7 Hanoi; la ciudad en una curva del río
1.7 Hanoi; la ciudad en una curva del río


No quedan, sin embargo, retos de ese
proverbial recelo hacia el extranjero-intruso por parte de la población de
Hanoi tal y como había leído en una guía con anterioridad a mi viaje; si acaso,
una despreocupación no reñida en ningún momento con la hospitalidad, mucho más
genuina que en el sur. Es en Raigón, y no en Hanoi, donde uno es atosigado por
vendedores ambulantes y ciclo-taxis que se anuncian a dólar la hora a la vuelta
de todas las esquinas. En Hanoi, por el contrario, la gente e afable y, a pesar
de su evidente inferioridad económica respecto al sur, no parecen estar muy
preocupados por el mundanal ruido de la economía de mercado. Y no puedo evitar,
al escribir estas líneas, recordar mi primera visita al que sigue siendo mi
restaurante favorito en Hanoi, es Tosapinos, sencillo pero limpio, y no
demasiado concurrido. Thinh, la camarera que me atendió, se sentó junto a mí, y
como viera que no comiera con celeridad, ella misma, suponiendo mi falta de
pericia con los palillos, se encargó de darme de comer. A los postres, intento,
después de apartar unas mesas y sillas, enseñarme unos paso de baile. Me costo
no pocos esfuerzos hacerla entender que lo mío no eran precisamente los valses.



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