Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos
Asensi
3.7
Bahía de Halong: cuando el dragón bajó de las montañas.
Dice la leyenda que había una vez un dragón en
las montañas, y que un buen día el dragón, que era un poco frívolo, se le
ocurrió que también él podía irse a echarse unas nadaditas en la playa; pero,
como a la mayoría de los mortales, por el camino le entraron las prisas, y en su carrera impaciente, su enorme rabo,
agitado y contento, iba cavando valles y hendiduras en la tierra, hasta que
finalmente, llegó a la costa. Loco de alegría, el dragón se zambulló en el
océano, mientras el agua inundaba todas aquellas zonas que su rabo había
socavado, quedado a flote sólo pequeñas zonas de las tierras altas. El
Tarasque, que es el nombre por el que se le conoce al dragón, encontró las
aguas tan a su gusto, que decidió permanecer allí.
Me parece casi una explicación plausible para
uno de los paisajes más mágicos e inverosímiles que haya conocido en mi vida,
la bahía de Halong, en el golfo de Tonkin, una bahía sembrada de islotes,
cubiertos por una capa de vegetación tropical, y perfilados caprichosamente por
vientos y mareas. Sólo hay dos lugares en el mundo que haya podido comparar en
belleza a este “bosque de islas”; los islotes de Guilin en la China, y el mar que se
extiende entre Krabi y la isla de Phuket, en Tailandia. Y si este último
paraíso sirvió de escenario sobrecogedor para el rodaje de las escenas finales
de El hombre de la pistola de oro, uno de los clásicos del cine de suspense con
Jame Bond al frente del reparto, mucho más reciente se filmaron en la bahía de
Halong escenas de otra película maravillosa, Indochina.
Mis amigos italianos, antes de despedirse en
Hanoi, me habían asegurado que los problemas de movilidad y control policial
habían desaparecido cuando, en abril, se habían suprimido los visados internos,
permitiéndose el libre acceso a los turistas a la mayoría de las regiones, lo
cual no hacía sino facilitar mis planes de bajar, haciendo tantas escalas como
hiciera falta, por la costa vietnamita, hasta Ho Chi Minh City. Pero antes necesitaba
zambullirme, como el dragón de la leyenda, en las aguas de la bahía de Halong.
Mi intención era la de buscar, entre los tres mil islotes, uno cualquiera,
anónimo pero habitado, para pasar un par de días en ellas buscando, quizás, la
forma de hacerme a la mar con algún pescador, de la misma forma que había hecho
unos meses antes en el pueblecito pesquero musulmán del islote de Ko Panyi, en
la bahía hermana de Phang Nga, al sur de Tailandia. Por desgracia, nunca basta
con las intenciones, y ante el hecho de que apenas si un puñado de ellas
estaban habitadas, y de que no había barco o ferry que te permitiera el acceso,
tuve que rendirme y finalmente, reengancharme, en el puerto industrial de
Haiphong, a una excursión organizada desde la capital, que hacía un recorrido
turístico entre los islotes y grutas más conocidas.
Cuando dejamos el muelle, la niebla aún cubría
todo el horizonte de la bahía; el calor era bochornoso, y yo andaba rabiando y
maldiciendo por la cubierta de la embarcación. Si me hubiera informado mejor,
hubiera podido retrasar mi viaje al sur, y de Haiphong podía haber saltado a la
mayor de las islas de la bahía, Cat Ba, que si estaba habitada. Desde el norte
de la misma, uno de los marinos empleados en el bote, me había asegurado que se
podía tomar un ferry que recorría, sorteando las islas, en aproximadamente un
día, la distancia hasta Hong Gai, al otro lado de la bahía. Y encima, aquel
tiempo de mierda, no se veía ni para cantar. Media hora más tarde, sin embargo,
la niebla comenzó a levantarse y, de la nada, empezaron a surgir, a un lado y
otro de la embarcación, los espectro de islotes, primero asomándose tímidamente
en un fondo brumoso, para, de repente, dibujarse nítidamente durante tan sólo
unos segundos, a nuestro paso, y desaparecer nuevamente tan pronto el barco los
había rebasado. El espectáculo,
encerrado en ese manto espeso de calima, era ciertamente sobrecogedor. Hubiera
jurado que el Tarasque, el dragón de la leyenda, podría emerger en cualquier
momento. Olvidando completamente mi frustración empecé a imaginarme que estaba
en el cuarto oscuro ante las cubetas; que los líquidos del revelado eran el
mar, y que el horizonte no era más que una fotografía que poco a poco iba
revelando, primero descubrieron los contornos vaporosos de una línea quebrada
de palmeras; a continuación definía imprecisamente la silueta de los peñones
hasta que, finalmente, los islotes se desprendían durante un segundo rápido de
sus gasas de niebla.
Durante algo más de una hora navegamos en este
mar de fantasmas y sólo la fascinación de las formas me hacía olvidar el calor
agobiante que ni siquiera la humedad conseguía aliviar. De repente, noté como
una brisa peinaba mis angustias, y en menos de cinco minutos, había barrido,
como con prisas, los últimos jirones de niebla. El sol, muy por encima ya de la
línea de un horizonte, bautizó a la bahía con una gama de colores brillantes:
blancos, azules, verdes, ocres y cobrizos, que sustituían a la monotonía
tristona de los grises. Alguien, a mi costado, gritó “la isla de las
maravillas” en un francés cerrado. Y en verdad que aquel mar era el mar de las
maravillas.
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