viernes, 15 de junio de 2012

XLII 1990´s Viet-nam 3.7 - Viajes





Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi





3.7  Bahía de Halong: cuando el dragón bajó de las montañas.



Dice la leyenda que había una vez un dragón en las montañas, y que un buen día el dragón, que era un poco frívolo, se le ocurrió que también él podía irse a echarse unas nadaditas en la playa; pero, como a la mayoría de los mortales, por el camino le entraron las prisas, y  en su carrera impaciente, su enorme rabo, agitado y contento, iba cavando valles y hendiduras en la tierra, hasta que finalmente, llegó a la costa. Loco de alegría, el dragón se zambulló en el océano, mientras el agua inundaba todas aquellas zonas que su rabo había socavado, quedado a flote sólo pequeñas zonas de las tierras altas. El Tarasque, que es el nombre por el que se le conoce al dragón, encontró las aguas tan a su gusto, que decidió permanecer allí.



  Me parece casi una explicación plausible para uno de los paisajes más mágicos e inverosímiles que haya conocido en mi vida, la bahía de Halong, en el golfo de Tonkin, una bahía sembrada de islotes, cubiertos por una capa de vegetación tropical, y perfilados caprichosamente por vientos y mareas. Sólo hay dos lugares en el mundo que haya podido comparar en belleza a este “bosque de islas”; los islotes de Guilin en la China, y el mar que se extiende entre Krabi y la isla de Phuket, en Tailandia. Y si este último paraíso sirvió de escenario sobrecogedor para el rodaje de las escenas finales de El hombre de la pistola de oro, uno de los clásicos del cine de suspense con Jame Bond al frente del reparto, mucho más reciente se filmaron en la bahía de Halong escenas de otra película maravillosa, Indochina.


Mis amigos italianos, antes de despedirse en Hanoi, me habían asegurado que los problemas de movilidad y control policial habían desaparecido cuando, en abril, se habían suprimido los visados internos, permitiéndose el libre acceso a los turistas a la mayoría de las regiones, lo cual no hacía sino facilitar mis planes de bajar, haciendo tantas escalas como hiciera falta, por la costa vietnamita, hasta Ho Chi Minh City. Pero antes necesitaba zambullirme, como el dragón de la leyenda, en las aguas de la bahía de Halong. Mi intención era la de buscar, entre los tres mil islotes, uno cualquiera, anónimo pero habitado, para pasar un par de días en ellas buscando, quizás, la forma de hacerme a la mar con algún pescador, de la misma forma que había hecho unos meses antes en el pueblecito pesquero musulmán del islote de Ko Panyi, en la bahía hermana de Phang Nga, al sur de Tailandia. Por desgracia, nunca basta con las intenciones, y ante el hecho de que apenas si un puñado de ellas estaban habitadas, y de que no había barco o ferry que te permitiera el acceso, tuve que rendirme y finalmente, reengancharme, en el puerto industrial de Haiphong, a una excursión organizada desde la capital, que hacía un recorrido turístico entre los islotes y grutas más conocidas.



Cuando dejamos el muelle, la niebla aún cubría todo el horizonte de la bahía; el calor era bochornoso, y yo andaba rabiando y maldiciendo por la cubierta de la embarcación. Si me hubiera informado mejor, hubiera podido retrasar mi viaje al sur, y de Haiphong podía haber saltado a la mayor de las islas de la bahía, Cat Ba, que si estaba habitada. Desde el norte de la misma, uno de los marinos empleados en el bote, me había asegurado que se podía tomar un ferry que recorría, sorteando las islas, en aproximadamente un día, la distancia hasta Hong Gai, al otro lado de la bahía. Y encima, aquel tiempo de mierda, no se veía ni para cantar. Media hora más tarde, sin embargo, la niebla comenzó a levantarse y, de la nada, empezaron a surgir, a un lado y otro de la embarcación, los espectro de islotes, primero asomándose tímidamente en un fondo brumoso, para, de repente, dibujarse nítidamente durante tan sólo unos segundos, a nuestro paso, y desaparecer nuevamente tan pronto el barco los había  rebasado. El espectáculo, encerrado en ese manto espeso de calima, era ciertamente sobrecogedor. Hubiera jurado que el Tarasque, el dragón de la leyenda, podría emerger en cualquier momento. Olvidando completamente mi frustración empecé a imaginarme que estaba en el cuarto oscuro ante las cubetas; que los líquidos del revelado eran el mar, y que el horizonte no era más que una fotografía que poco a poco iba revelando, primero descubrieron los contornos vaporosos de una línea quebrada de palmeras; a continuación definía imprecisamente la silueta de los peñones hasta que, finalmente, los islotes se desprendían durante un segundo rápido de sus gasas de niebla.



Durante algo más de una hora navegamos en este mar de fantasmas y sólo la fascinación de las formas me hacía olvidar el calor agobiante que ni siquiera la humedad conseguía aliviar. De repente, noté como una brisa peinaba mis angustias, y en menos de cinco minutos, había barrido, como con prisas, los últimos jirones de niebla. El sol, muy por encima ya de la línea de un horizonte, bautizó a la bahía con una gama de colores brillantes: blancos, azules, verdes, ocres y cobrizos, que sustituían a la monotonía tristona de los grises. Alguien, a mi costado, gritó “la isla de las maravillas” en un francés cerrado. Y en verdad que aquel mar era el mar de las maravillas.

























 

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