Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos
Asensi
2.7 Sapa,
días de mercado y cortejo.
A los pocos días de llegar a Hanoi me encontré
como suele pasar en estos viajes con fantasmas de otros viajes anteriores, una
pareja de viejos conocidos italianos, con los que había viajado durante algo
más de una semana en mi primera ruta por el norte de la India. Nos abrazos,
intercambiamos opiniones y experiencias, reímos y sorbimos ruidosamente café-chuas hasta que ya poco quedó por
contarnos. Querían, antes de cruzar la frontera con Laos, subir a las montañas
del noroeste, las más altas de Viet-nam, con una altura superior a los 3000 m. no pude resistir la
tentación sabiendo que las tierras altas sirven de hogar a un buen número de
los grupos que constituyen las sesenta diferentes minorías étnicas presentes en
el territorio de la república socialista de Viet-nam.
Y es así como a los dos días partí con mis
viejos amigos italianos en una furgoneta alquilada hacia las tierras de más
allá de mi guía de viaje. Un viaje largo e incómodo ascendiendo lentamente por
carreteras en ocasiones precarias, entre los arrozales. Era la época de la
siega, el arroz estaba bien espigado y madura, y por todas partes familias y
cuadrillas de agricultores cortaban haces de espigas, depositando las mies en
unas esterillas de pita recogidas sobre sí mismas, formando un primitivo
recipiente cónico que utilizaban para transportar el grano a las carreteras.
Estas, a falta de maquinaria moderna que separase el grano y descascarillase el
arroz, se utilizaban para tal propósito. Las ruedas de los destartalados
autobuses y camiones se encargaban de hacer el trabajo, con una eficiencia
asombrosa. A continuación los arcenes mínimos de la carretera servían de
secadero para la cosecha que, finalmente, las mujeres barrerían con escobillas hechas de raíces.
Sin embargo, a pesar de entretenimiento que nos procuraban las faenas de la
recolección, el viaje, al ritmo monótono del claxon ronco del furgón, se hizo
pesado. Siete horas más tarde, ya dentro de la provincia de Lao Cai, y mientras
nos acercábamos a la cordillera de Hoang Lien, lo “Alpes de Tonkin”, como los
habían llamado los franceses, el paisaje se fue afilando, los campos de arroz
se espaciaron. Una vez que dejamos atrás la capital, hasta el tráfico de
bicicletas y motos de pequeña cilindrada se redujo. Más y más se veía a los
nativos en grupos y familias caminando por la carretera, cargados con hatillos
en la cabeza, o con balancines (el tradicional palo que se equilibra con el
peso de la carga distribuida entre dos canastillas de bambú) en la misma
dirección que nosotros seguíamos, Sapa.
Cao-Bién, nuestro conductor, que también hacía las veces de guía, nos
explicó en u inglés difícil, intercalado de expresiones vietnamitas, que
durante el fin de semana habría mercado, una ocasión muy especial para los
grupos de las montañas. Esa noche dimos con los huesos rabiosamente en la cama.
Sapa, a nuestra llegada no fue sino una
palabra obsesiva, “dormir”, un catre, cualquier sitio donde dejar caer el
cuerpo dolorido después de las quince horas de viaje.
Contrariamente a todas las promesas que nos
habíamos hecho la noche anterior, nos levantamos excitados y muy temprano, poco
después de la salida del sol. Sapa estaba tomada por gentes de los Muông y los
Tái, de los Giao y los Ngan, cada grupo ataviado con sus colores distintivos,
negro para los Muông, rojo para los Giao, las dos etnias predominantes. Todo
era algarabía y trueque, y puñados de billetes descoloridos de 200,500 ó 1000
Dongs cambiando continuamente de manos, se compraba y se vendía; el que venía
cargado, se iba, después de vender su mercancía, cargado de nuevo, con todo aquello
que le hiciese falta el resto de la semana. Se podía apreciar el ambiente
festivo tanto de los locales como de aquellos que bajaban de las montañas de
alrededor, una alegría, por lo demás contagiosa, que no me abandonó el resto
del día. Aunque una y otra vez intentaba pasar desapercibido, todo en mí me
traicionaba, así que, finalmente, renuncié a mi anonimato, y me lancé con una
sonrisa como bandera a mi ocupación preferida de estos viajes, la compra, el
regateo, el jugueteo. A los mayores, especialmente a las madres, me los ganaba
intercambiando puyas con los mas pequeños, a los que, finalmente, regalaba un
cochecito, o un lápiz, o un rompecabezas, o cualquier otro juguetito. Las
jovencitas reían ruidosamente en grupos, y si las miraba a los ojos, ellas
aguantaban la mirada hasta conseguir que me sintiera turbado por la intensidad
hermosa y oscura de sus pupilas.
Todo el día había estado pensando a qué me
recordaba este pueblo entre montañas, con la algarabía del mercado de fin de
semana y el colorido singular de sus gentes y por fin, al final del fía,
mientras mordisqueaba sin aprensión un bocadillo de un delicioso pan tierno y
lo que parecía un paté de carnitas varias acompañado de tomate y cebollines
tiernos con el exquisito toque finadle una ramita de apio, caí en la cuenta: el
mercado de Chichicastenango en Guatemala, durante las fiestas de Santo Tomás.
Eso era. Otro mercado propiamente nativo y festivo; igualmente vistoso y
saturado de colores. Sonreí para mis adentros, felicitándome por el hallazgo.
Claro, que faltaba el estruendo de las orquestas de marimbas, y los ríos de
aguardiente indita, pero en esencia era lo mismo; días de mercado que van más
allá de la pragmática del trueque y la compra-venta, para erigirse en imán de
la vida social de los clanes locales. A medida que iba profundizando en estas
reflexiones, más y más se me excitaba la curiosidad, de manera que para cuando,
ya de noche, terminé con mi té, había decidido que, de la misma forma que hice
en aquella ocasión en Guatemala, me daría una vuelta por el pueblo husmeando
entre las calles más apartadas, donde las gentes del mercado parecían ir a
buscar refugio para pasar la noche.
Después de coger en la habitación ropa de
abrigo, anduve vagando sin rumbo fijo por las callejuelas de Sapa. Grupos de
jóvenes paseaban celebrando abiertamente el fin de semana. Otros buscaban el
refugio de las terrazas callejeras para enfrascarse en un juego de cartas, el
tam cúc, me dijeron que se llamaba, y del que sólo conseguí aprender que la
carta con el dibujo del general era la de mayor valor. Me introduje en un corro
de niños para practicar, ante el deleite de los pequeños, el juego del
“volante” una especie de badmington; en el que la pelota se sustituye por un
tosco objeto de goma, compacto, rematado con una pluma. En lugar de raquetas,
se utiliza el empeine del pie para golpear el “volante” dirigiéndoselo a otro
jugador. Claro que por mucho que me descalzase, y que me demostrasen una y otra
vez lo habilidosos que ellos podías ser, yo no conseguía hilar dos toques al
“volante2 sin que se me cayera al suelo, o lo mandara un par de manzanas más abajo;
así que finalmente, entre las risas de los más pequeños, tuve que retirarme del
juego y seguir con mi paseo.
Había terminado por abandonar mis esfuerzos
para hacerme entender en inglés, como lo había hecho (con resultados dudosos)
en Hanoi. En su lugar utilizaba el lenguaje infalible del cuerpo: un movimiento
de las manos, la mirada, la expresión del rostro o una sacudida de la cabeza
siempre han sido mis armas para expresar los sentimiento más elementales o
satisfacer las necesidades más básicas.
A veces, cuando utilizo mi propia lengua, lo hago mimando las
entonaciones y suponiendo que las palabras van dejando un reguero de
expresiones en mi cara. De esta forma, y con la imprescindible ayuda que
siempre ofrece en contexto de la situación, no he tenido grandes problemas
hasta la fecha.
Pero lo que más me impresionó aquella noche,
fue otro “juego”, que me resultaba conocido, pero a la vez curiosamente
distinto. Fugazmente vi por el rabillo del ojo como dos jóvenes con los que me
acababa de cruzar, agarraban a una muchacha, separándola del grupo. La niña
(porque no debía de tener más de 15 años), se defendió muy tímidamente, pero
ninguna de sus compañeras hizo intento alguno por detener a los dos muchachos o
pedir ayuda; es más, me pareció escuchar lo que podía ser una risita de
complicidad. No le hubiese dado más importancias al asunto de no ser porque la
escena parecía repetirse aquí y allá en el extremo del pueblo en el que me
encontraba. No salía de mi asombro ante lo que, indudablemente era una forma de
cortejo muy, pero que muy peculiar. No es exactamente que fuera un cortejo
violento; pero aún así, tenía un algo evidente de rapto de la mujer.
Sospechaba, sin embargo que, de alguna forma, había in consentimiento implícito
de éstas. Las mujeres, a lo sumo, se revolvían torpemente para, finalmente,
dejarse conducir par el hombre y desaparecer en una calle oscura, o en las
sombras de un portal, o entre los puestos desmantelados y sombríos de la plaza
central del mercado. No podía salir de mi asombro ante la repetición de una
escena que si bien tenía, a la luz de nuestros prejuicios occidentales, un algo
de animal, reflejaba, en esencia, una ternura inefable.
Picado por la curiosidad, me olvidé hasta de
la ética básica de la discreción, y seguí, protegido por las sombras, a una de
estas parejas. No parecía que me hubiera equivocado. En cuanto se creyeron
libres de miradas ajenas, empezó el auténtico cortejo, cuajado de caricias y
arrumacos. No tardaron mucho en llover los besos y caricias más íntimas. Había
en todo ello algo de tierna urgencia. Me emocioné casi al mismo tiempo que me
avergoncé de mi papel de voyeur.
Aprovechando un momento en el que ambos amantes daban su espalda a mi
escondite, me deslicé silenciosamente siguiendo las sombras de las cabañas. Un
gemido sensual e impaciente fue lo último que escuché antes de alejarme de
aquel rincón amoroso.
Aún me quedaban, enredadas en la vergüenza de
mi indiscreción, dudas referentes al papel que la mujer desempeñaba en todo el
proceso. ¿Sería el suyo, como en tantas otras culturas, un mero papel pasivo?
¿Podría negarse la mujer al hombre que la “acosaba” si éste no era de su
agrado? Más aún, ¿tenían las muchachas libertad para arrastrar a los hombres
que les gustaban de la misma forma que había observado hacer a éstos? Y
todavía se me ocurrían otra infinidad de
preguntas muy pero muy occidentales del tipo, ¿Qué ocurriría a la mañana
siguiente? Como sea que el frío húmedo de las alturas me pesaba más aún que la
curiosidad, decidí volverme al hotel, donde me encontré a mis amigos
conversando ruidosamente con nuestro acompañante vietnamita. Les comenté mis
hallazgos, y ellos rieron con ganas mi desvergüenza. También Cao Biên festejé mi curiosidad
reafirmando muchas de mis observaciones.
Aparentemente los fines de semana de mercado
cumplían esa doble función de avituallamiento y emparejamiento. El resultado,
en todo caso, dependía de lo que ocurriera aquella noche, aunque, lo más
posible, es que si querían seguir viéndose, tendrían que esperar hasta el
siguiente fin de semana de mercado. Ahí no acababa, sin embargo, el ritual del
cortejo. Cao Biên
nos explicó con gran paciencia y haciendo equilibrios entre el inglés y la
lengua vietnamita, que mis amigos automáticamente me traducían muy libremente
al italiano, que en una de las etnias, creo que los giao, las familias de los
hombres seguían practicando la costumbre de secuestrar a la novia que
consideraban apropiada para el hijo. Si la “novia” no se escapaba de su
encierro en tres días, se la consideraba apta para el matrimonio con el hijo.
Pero, de nuevo se me venían a la cabeza preguntas torpes. Por ejemplo ¿tenía la
novia secuestrada alguna posibilidad de escaparse?, ¿o era acaso el suyo un
encierro carcelario, o más bien retórico?
Había ya casi decidido que, también en las culturas de las tierras altas, era el
hombre el que se imponía a la mujer, pero nuestro guía me dejó una vez más con
la duda en la boca al afirmar que la mujeres giao podían tener relaciones con
uno o más hombres de la comunidad, siempre y cuando el cortejo tuviera lugar en
el mercado, nunca en la casa o en la aldea. Pensé inmediatamente, por la lógica
de los tiempos, en el impacto que el SIDA pudiera tener sobre la población
nativa. Nuestro anfitrión no supo responderme. En lugar de hacerlo continuó
hablando del cortejo en los fías de mercado. Tradicionalmente se admitía que a
los hijos fruto de estos encuentros, se les quitar la vida recién nacidos si la
mujer no estaba casada. Me quedé perplejo por la revelación y decidí no seguir
preguntando. Eran demasiado detalles que mi mente, sazonada de prejuicios y
estereotipos de corte occidental, no podía procesar de forma objetiva y
coherente.
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