sábado, 14 de julio de 2012

XLIV 1990´s Viet-nam 5.7 - Viajes






Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi




5.7   Navegación ferroviaria por la Vietnam imperial.




Dos días en Hue y sin parar de llover. Pero ya no era la lluvia aquella que me perseguía, holgazana e inconstante, desde mi llegada a Hanoi. Estas eran “lluvias mayores”, puntuales e intransigentes. En Noviembre se encabalga el final y principio de los dos monzones que rigen el clima y la vida de Vietnam, y el área costera central no deja de ser uno de los peores rincones del país para eludir esta suerte de temporales. En los pocos ratos que cedía la lluvia, el cielo plomizo daba a la antigua capital imperial de la dinastía Nguyen un aire tristón, como la mirada de aquella muchacha, entre curiosa y ausente, que hacía apenas un rato me había estado observando mientras yo daba cuenta de un tazón de pho (sopa) de gambas bajo la luz  mortecina del bar de la esquina del hotel Morín. Tuve que colgar las cámaras y dedicarme durante horas a escuchar música y leer y leer, hasta que ya no me quedó más música que escuchar, ni libros a los que acudir. En ese mismo momento decidí proseguir mi camino más allá de los restos de la antigua ciudadela imperial.







                                           Compartí con dos turistas un coche que nos acercó, en dirección sur, a Danang, y de allí a Hoi An, pero cuanto más al sur nos acercamos, con más rigor parecía azotar el temporal. A la altura de las cinco colinas conocidas como la Marble Mountains. El agua nos había quitado las ganas de atender a las explicaciones que el guía intentaba darnos en un inglés difícil acerca del sentido budista de aquellas montañas y grutas desde donde se divisaba, envuelta en una capa espesa de agua, la mítica China Beach. Hartos ya del lodo y del estruendo del claxon a nuestro paso por las carreteras que empezaban a inundarse, pedimos al conductor que nos llevara sin más dilaciones a nuestro punto de destino, el puerto pesquero de Hoi An, la joya del mar del Sur de China, resguardado de las inclemencias en el  estuario del río Thu Bon, a 5 Kilómetros de su desembocadura.
 



 Ya siete días en este estado de húmeda desazón. Siete días viendo, de sol a sol, como las calles de Hoi An se trasformaban en ríos, y los ríos terminaban por confundirse con las calles. Siete días de modorra tras el cristal sucio de las ventanas; siete días de la monotonía musical del agua sobre los tejados. Y decían que más al sur, en la provincia de Nha Trang, era todavía pero. Se hablaba de un tifón, pero ya nadie se aventuraba a predecir un tiempo sin pautas que no respetaba la tradición ni las costumbres. El último les había abandonado hacía apenas un mes, dejando un patrón de destrucción y muerte a su paso.




 
El pueblo conservaba sorprendentemente su atractivo, como si los siglos no hubieran pasado, y aquél fuera el mismo puerto cortejado desde el siglo XVII por marinos holandeses, chinos, japoneses, portugueses y finalmente, franceses. Su arquitectura reflejaba, distintivamente las sucesivas influencias de cada una de estas culturas. Ni la guerra, ni el turismo reciente parecían haber marcado en exceso el carácter pintoresco de las calles de Hoi An. Yo, por mi parte, seguía esperando que el mat cua, el ojo protector acuñado en las puertas de las casas, y que conste en una pieza de madera con un símbolo del Ying & Yang, rodeado de un diseño en espiral que se extiende por la entrada, siguiera vigilante el curso de la tormenta, y evitara una de esas inundaciones antológicas que llevaría al río 
                                                                                                            camino de los tejados.


 

Y mientras esperaba por la luz que nunca llegaría, buscaba, con las cámaras descargadas, el refugio de los interiores, que no desmerecían en absoluto con respecto a las fachadas de madera de los edificios: patios con jardines salvajes y estanques, motivos de piedra tallada y los pilares de madera maciza reposando sobre una base de piedra cóncava. Aún más sorprendente era la belleza de estas construcciones cuando caía la noche y la luz vacilante de los candiles o la más amarillenta de las bombillas desnudas de tungsteno, se repartían las sombras centenarias de las paredes.







Otro de mis lugares favoritos en Hoi An, donde siempre tenía asegurado un lugar a resguardo del aguacero, era el mercado entre el muelle de la calle Hoang Van Thu y la céntrica calle Tran Phu. Allí enjuagaba mi impaciencia con la actividad febril del mercado. Podía pasarme horas calculando las dimensiones  mínimas en las que una vieja, en cuclillas, preparaba sin descanso tazones de sopa, que sus clientes devoraban, igualmente en cuclillas, bajo ponchos de colores vivos. Había mujeres que vendían su cargamento de carne, pescado o verduras sin asomar los ojos más allá de los confines de paja del sobrero cónico tradicional; hombres que se aseaban en el caño de una fuente, jóvenes charlando mientras sorbían un té, niños que jugaban en el suelo imaginando formas soñadas en cualquier artículo de desecho. La madera, el hierro, el acero inoxidable, la loseta de cerámica, la hojalata, las mantas extendidas, las hojas secas, el agua sucia de las cubetas de plástico, los balancines de carga, las herramientas, los puestos de chucherías, todo el mercado cobraba una dimensión especial en la penumbra del monzón y bajo la luz mortecina del tungsteno.




En este mercado, me aficioné al plato típico del lugar, el Cao lau, una especie de tallarines planos de soja, mezclados con cuscurros de pan y brotes de judías tiernas y otras verduras, cubierto todo ello con tajadas finas de carne de cerdo. Se comía mezclándolo con unas tortas crujientes de un pan de arroz. De arroz era también el postre que nunca perdonaba, y de arroz mis plegarias mojadas que pedían luz para continuar con mi viaje.









 
Pero la luz nunca llego a Hoi An, y ante las alarmantes noticias de las inundaciones del sur, me decidí una vez más a seguir adelante. Compré un billete en el expreso directo a Ho Chi Ming, y seguí rezando, pero mi plegaria estaba ya arrugada y mohosa, y seguía lloviendo y lloviendo, hasta que llegué a comprender la metáfora bíblica del diluvio universal; seguro que fue un tifón a la manera Vietnamita. Cuatrocientos kilómetros más al sur, algo menos de la mitad de la distancia que me separaba de Saigón, y ya gasta las parábolas habían embarrancado. El traqueteo inicial se había convertido en una auténtica navegación ferroviaria. Era imposible delimitar qué era campo y qué era pueblo, dónde acababan o empezaban los caminos, o las vías del tren; incluso el mar, macerado y espeso, se confundía con los arrozales al otro lado de las playas anegadas. Finalmente lo que tenía que pasar, pasó. El tren se detuvo en una estación de cuarta, Dieu Tri, y allí nadie sabía nada de lo que podía ocurrir.

Se decía que el agua se había llevado un puente 100 kilómetros más adelante, también se nos advertía de una inmediata evacuación, que el tren que nos antecedía había zozobrado 24 horas antes; o por el  contrario, se nos pedía calma y paciencia; pero, en realidad, nadie sabía nada de nada de lo que estaba ocurriendo, y cada uno se las ingeniaba como podía para no morirse del aburrimiento entre comida y comida, que algunos vendedores oportunistas cocinaban con sospechosa rapidez en sus fogones de carbón vegetal. El bocadillo de quesitos (“la vaca que ríe”, claro) se pagaba en dólares y a precio de manjar, pero mejor eso que el hambre atroz del que no sabe cuando volverá a comer en caliente.



 

Esos días que nos llevó salir de la zona más castigada del tifón me debilitaron y no me refiero ya físicamente, sino emocionalmente. Dudaba de la luz, de la física de los días, intentaba darle un par de diafragmas más a mi mirada, pero nada cuadraba en seso momentos en mi vida; y en todo caso, la velocidad de la foto era extremadamente lenta; todo se movía y los contrastes se difuminaban, y poco a poco se adueño de mí una nostalgia zafia, un desaliento que iba más allá de las cortinas de agua para volver de ninguna parte, un rincón bien triste donde se lavaba la conciencia de la vida pasando inútilmente ante mis ojos. No sé, fueron días de zozobra espiritual que acompañaron a la lenta navegación ferroviaria bajo el signo del tifón Kyle, como habían bautizado a la tormenta, a su paso por las islas Filipinas.



 

 A mi llegada a Ho Chi Minh pude comprobar en el periódico que el tifón Kyle, con vientos asociados de hasta 120 Kms. Por hora, se había cobrado 71 víctimas dejando sin hogar a miles de campesinos y pescadores. Alguien me comentó que esos tifones, que siempre habían afectado a las zonas costeras del centro de Vietnam entre Julio y Noviembre, se habían hecho mucho más violentos e impredecibles como resultado de los cambios climáticos que siguieron a la deforestación masiva sufrida por Vietnam en las últimas tres décadas. Y como para dar énfasis a estas palabras, el día que dejaba Vietnam, un nuevo tifón, el Lola, terminó de arrasar las zonas costeras de la provincia de Ninh Thuan. En esta ocasión a los muertos y los destrozos había que sumar la desaparición de ochenta pescadores de Khanh Hoa, que habían sido incapaces de prever la magnitud de la tormenta.


























































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