Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos
Asensi
5.7
Navegación ferroviaria por la
Vietnam imperial.
Dos días en Hue y sin parar de llover. Pero ya
no era la lluvia aquella que me perseguía, holgazana e inconstante, desde mi
llegada a Hanoi. Estas eran “lluvias mayores”, puntuales e intransigentes. En
Noviembre se encabalga el final y principio de los dos monzones que rigen el
clima y la vida de Vietnam, y el área costera central no deja de ser uno de los
peores rincones del país para eludir esta suerte de temporales. En los pocos
ratos que cedía la lluvia, el cielo plomizo daba a la antigua capital imperial
de la dinastía Nguyen un aire tristón, como la mirada de aquella muchacha,
entre curiosa y ausente, que hacía apenas un rato me había estado observando
mientras yo daba cuenta de un tazón de pho (sopa) de gambas bajo la luz mortecina del bar de la esquina del hotel
Morín. Tuve que colgar las cámaras y dedicarme durante horas a escuchar música
y leer y leer, hasta que ya no me quedó más música que escuchar, ni libros a
los que acudir. En ese mismo momento decidí proseguir mi camino más allá de los
restos de la antigua ciudadela imperial.
Compartí con dos turistas un coche que nos
acercó, en dirección sur, a Danang, y de allí a Hoi An, pero cuanto más al sur
nos acercamos, con más rigor parecía azotar el temporal. A la altura de las
cinco colinas conocidas como la Marble
Mountains. El agua nos había quitado las ganas de atender a
las explicaciones que el guía intentaba darnos en un inglés difícil acerca del
sentido budista de aquellas montañas y grutas desde donde se divisaba, envuelta
en una capa espesa de agua, la mítica China Beach. Hartos ya del lodo y del
estruendo del claxon a nuestro paso por las carreteras que empezaban a
inundarse, pedimos al conductor que nos llevara sin más dilaciones a nuestro
punto de destino, el puerto pesquero de Hoi An, la joya del mar del Sur de
China, resguardado de las inclemencias en el estuario del río Thu Bon, a 5 Kilómetros de su
desembocadura.
El pueblo conservaba sorprendentemente su
atractivo, como si los siglos no hubieran pasado, y aquél fuera el mismo puerto
cortejado desde el siglo XVII por marinos holandeses, chinos, japoneses,
portugueses y finalmente, franceses. Su arquitectura reflejaba, distintivamente
las sucesivas influencias de cada una de estas culturas. Ni la guerra, ni el
turismo reciente parecían haber marcado en exceso el carácter pintoresco de las
calles de Hoi An. Yo, por mi parte, seguía esperando que el mat cua, el ojo
protector acuñado en las puertas de las casas, y que conste en una pieza de
madera con un símbolo del Ying & Yang, rodeado de un diseño en espiral que
se extiende por la entrada, siguiera vigilante el curso de la tormenta, y
evitara una de esas inundaciones antológicas que llevaría al río
camino de los
tejados.
Y mientras esperaba por la luz que nunca
llegaría, buscaba, con las cámaras descargadas, el refugio de los interiores,
que no desmerecían en absoluto con respecto a las fachadas de madera de los
edificios: patios con jardines salvajes y estanques, motivos de piedra tallada
y los pilares de madera maciza reposando sobre una base de piedra cóncava. Aún
más sorprendente era la belleza de estas construcciones cuando caía la noche y
la luz vacilante de los candiles o la más amarillenta de las bombillas desnudas
de tungsteno, se repartían las sombras centenarias de las paredes.
Otro de mis lugares favoritos en Hoi An, donde
siempre tenía asegurado un lugar a resguardo del aguacero, era el mercado entre
el muelle de la calle Hoang Van Thu y la céntrica calle Tran Phu. Allí
enjuagaba mi impaciencia con la actividad febril del mercado. Podía pasarme
horas calculando las dimensiones mínimas
en las que una vieja, en cuclillas, preparaba sin descanso tazones de sopa, que
sus clientes devoraban, igualmente en cuclillas, bajo ponchos de colores vivos.
Había mujeres que vendían su cargamento de carne, pescado o verduras sin asomar
los ojos más allá de los confines de paja del sobrero cónico tradicional;
hombres que se aseaban en el caño de una fuente, jóvenes charlando mientras
sorbían un té, niños que jugaban en el suelo imaginando formas soñadas en
cualquier artículo de desecho. La madera, el hierro, el acero inoxidable, la
loseta de cerámica, la hojalata, las mantas extendidas, las hojas secas, el
agua sucia de las cubetas de plástico, los balancines de carga, las
herramientas, los puestos de chucherías, todo el mercado cobraba una dimensión
especial en la penumbra del monzón y bajo la luz mortecina del tungsteno.
En este mercado, me aficioné al plato típico
del lugar, el Cao lau, una especie de tallarines planos de soja, mezclados con
cuscurros de pan y brotes de judías tiernas y otras verduras, cubierto todo
ello con tajadas finas de carne de cerdo. Se comía mezclándolo con unas tortas
crujientes de un pan de arroz. De arroz era también el postre que nunca
perdonaba, y de arroz mis plegarias mojadas que pedían luz para continuar con
mi viaje.
Pero la luz nunca llego a Hoi An, y ante las
alarmantes noticias de las inundaciones del sur, me decidí una vez más a seguir
adelante. Compré un billete en el expreso directo a Ho Chi Ming, y seguí
rezando, pero mi plegaria estaba ya arrugada y mohosa, y seguía lloviendo y
lloviendo, hasta que llegué a comprender la metáfora bíblica del diluvio
universal; seguro que fue un tifón a la manera Vietnamita. Cuatrocientos
kilómetros más al sur, algo menos de la mitad de la distancia que me separaba
de Saigón, y ya gasta las parábolas habían embarrancado. El traqueteo inicial
se había convertido en una auténtica navegación ferroviaria. Era imposible
delimitar qué era campo y qué era pueblo, dónde acababan o empezaban los
caminos, o las vías del tren; incluso el mar, macerado y espeso, se confundía con
los arrozales al otro lado de las playas anegadas. Finalmente lo que tenía que
pasar, pasó. El tren se detuvo en una estación de cuarta, Dieu Tri, y allí
nadie sabía nada de lo que podía ocurrir.
Se decía que el agua se había llevado un
puente 100 kilómetros
más adelante, también se nos advertía de una inmediata evacuación, que el tren
que nos antecedía había zozobrado 24 horas antes; o por el contrario, se nos pedía calma y paciencia;
pero, en realidad, nadie sabía nada de nada de lo que estaba ocurriendo, y cada
uno se las ingeniaba como podía para no morirse del aburrimiento entre comida y
comida, que algunos vendedores oportunistas cocinaban con sospechosa rapidez en
sus fogones de carbón vegetal. El bocadillo de quesitos (“la vaca que ríe”,
claro) se pagaba en dólares y a precio de manjar, pero mejor eso que el hambre
atroz del que no sabe cuando volverá a comer en caliente.
Esos días que nos llevó salir de la zona más
castigada del tifón me debilitaron y no me refiero ya físicamente, sino
emocionalmente. Dudaba de la luz, de la física de los días, intentaba darle un
par de diafragmas más a mi mirada, pero nada cuadraba en seso momentos en mi
vida; y en todo caso, la velocidad de la foto era extremadamente lenta; todo se
movía y los contrastes se difuminaban, y poco a poco se adueño de mí una
nostalgia zafia, un desaliento que iba más allá de las cortinas de agua para
volver de ninguna parte, un rincón bien triste donde se lavaba la conciencia de
la vida pasando inútilmente ante mis ojos. No sé, fueron días de zozobra
espiritual que acompañaron a la lenta navegación ferroviaria bajo el signo del
tifón Kyle, como habían bautizado a la tormenta, a su paso por las islas
Filipinas.
A mi llegada a Ho Chi Minh pude comprobar en
el periódico que el tifón Kyle, con vientos asociados de hasta 120 Kms. Por
hora, se había cobrado 71 víctimas dejando sin hogar a miles de campesinos y
pescadores. Alguien me comentó que esos tifones, que siempre habían afectado a
las zonas costeras del centro de Vietnam entre Julio y Noviembre, se habían
hecho mucho más violentos e impredecibles como resultado de los cambios
climáticos que siguieron a la deforestación masiva sufrida por Vietnam en las
últimas tres décadas. Y como para dar énfasis a estas palabras, el día que dejaba
Vietnam, un nuevo tifón, el Lola, terminó de arrasar las zonas costeras de la
provincia de Ninh Thuan. En esta ocasión a los muertos y los destrozos había
que sumar la desaparición de ochenta pescadores de Khanh Hoa, que habían sido
incapaces de prever la magnitud de la tormenta.
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