Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos
Asensi
4.7
D.M.Z., la tierra herida
Nam Minh, Thanh Hóa,Vinh, Ha Thin: escenas sin
lustre envueltas en papel de modorra y encuadradas en la ventanilla de un tren
que se desplaza lento, en un tiempo irreal de pantanos y selvas y playas
vírgenes y hombres y mujeres arrodillados en los campos de arroz bajo la
lluvia, que no me abandona desde que dejé Hanoi. Cuando, después de 600 Km., de resoplidos de
tren, y comidas en frío negociadas a las prisas entre ventanas bajadas y
puertas entreabiertas, llegué a Don Ha, creí que por fin había llegado a un
lugar en ninguna parte: un cruce de
caminos, una ciudad provinciana y rural, reconstruida, como tantas otras,
después de la guerra vietnamita, con ayuda soviética y una proverbial falta de
imaginación. Dong Ha había sida la frontera, nada de metáforas aquí,
literalmente la frontera, al sur del río
Ben Haí, el paralelo 17 de los Acuerdos de Ginebra en abril de 1954, por los
que, y tras la derrota francesa, Vietnam se dividió en dos estados; la
república democrática de Vietnam, al norte, controlada por los comunistas, como
Ho Chi Minh al frente, y la república de Vietnam, al sur, liderada por Ngo Minh
Dienm, católico e intransigente enemigo de los comunistas. Lo que en principio
quería haber sido una división temporal y administrativa, como preparación para
las elecciones generales de1956 (que nunca se llevaron a cabo, pues Diem,
apoyado por los Estados Unidos, incumplió los acuerdos para declararse
unilateralmente presidente de la república de Vietnam), se terminó por convertir
en la vergonzosa frontera de uno de los conflictos bélicos más injustos de
nuestro siglo, además de escenario de algunos de los enfrentamientos más
brutales y sangrientos de la contienda.
El norte de Dong Ha, entre 1954 y 1975 existió
una franja de terreno que se extendía cinco Km. A cada margen del río Ben Hai,
a la que comúnmente se llamó D.M.Z., la “Zona Desmilitarizada”, que, en un giro
de desvergüenza filológica, pasó una vez rotas las hostilidades entre el norte
(que nunca aceptó el mandato de Diem) y el sur, a denominar a una de las áreas
más ferozmente militarizadas de la guerra. Bases como la de Dong Ha, Cua Viet,
Gio Linh, Ca Lu, Com Thiem, Cam Lo, Camp Crroll, Lang Vei o Khe Sanh
florecieron a lo largo de la frontera en el intento norteamericano de prevenir
las infiltraciones de los comunistas del norte.
En las memorias, a veces, florecen recuerdos
literarios: un pasado que vivimos entre las páginas de tal o cual libro, que
consiguieron emocionarnos o impresionarnos. Esa fue precisamente la razón de mi
escala en Don Ha. Quería visitar lo que quedaba de aquel paisaje neurótico de
guerreros y emboscadas, y muerte, y helicópteros, y nápalm y fósforo y
pesadillas de carne maceradas, que tan alucinantemente había recreado uno de
los más sinceros reporteros de aquella guerra, Michael Herr, en su libro
“Despachos de Guerra”. Memorias que, más tarde, las tres películas de la
trilogía vietnamita de Oliver Stone, “Platoon”, “Nacido el 4 de Julio” y “Cielo
y tierra”, o el “Apocalipsis now” de Francis Ford Coppola, habían arropado con
imágenes 8normalmente rodadas en Tailandia) de una belleza suntuosa e irreal
Pero mi primera guerra en Don Ha fue buscar un
medio de transporte. Aquello ya no era Hanoi, y todo el mundo, “my friend”,
parecía estar morosamente en el “negocio de las ruedas". Más que
curiosidad, la gente de Don Ha tenía un genuino interés por la divisa
americana. Me llevó mi buena media hora de remolonear y regatear a la brava
para, al final, convencer a un tipo, con una moto viejísima, como la que usaba
mi tío para ir al campo, para que me llevase, por $ 18 dólares, hasta la base
de Khe Sanh, dejamos atrás Camp Carroll que, con el paso de los años, se había
convertido en un importante productor de pimienta negra. En The Rockpile
empezamos la lenta ascensión entre los macizos montañosos de la región central.
Cada vez que coronábamos un repecho, las vistas se hacían espectaculares. En
todo momento la selva animaba de tonalidades verdes el paisaje escarpado, con
la carretera trepando y desmoronándose siempre en sus confines. Por fin, ya no
lejos de Lao Bao, la frontera con Laos, alcanzamos, en una zona alta y
tranquila, la Base
de Khe Sanh.
La
Base de combate Khe Sanh, que fuera
baluarte de los marines, fue, de alguna forma, el símbolo de la futilidad de
aquella guerra. Allí transcurre de la mayor parte de la acción del libro de
Michael Herr. Durante 75 días fue cercada por las fuerzas norvietnamitas para
distraer a las tropas norteamericanas y permitir lanzar con sus aliados del
vietcong la Ofensiva
del Tet, que tenía como objetivos los centros urbanos del sur de Vietnam. De
aquel enclave en el que murieron, en una estrategia ambigua e inútil decenas de
miles de soldados vietnamitas y norteamericanos, quedaba una meseta devastada
rodeada de colinas de tupida vegetación, envueltas en jirones de niebla, que me
devolvió a un nuevo recuerdo literario, “La tierra baldía”, de T.S. Eliot.
Era difícil leer las coordenadas de los libros
de historia en la extensión de aquella llanura baldía. La sensación era más
bien de extrañeza. Grandes cráteres en los que se enredaba una maleza sucia o
en los que se estancaba el agua; aquí y allí restos de alambradas o de hormigón
armado, pequeños trozos de metal oxidado y también piezas de carcasas mayores,
ya recicladas. Todavía, de cuando en cuando, se podía ver a algún lugareño con
su detector de metales, cavando aquí y allá, un su frenética búsqueda de acero
y aluminio, cuya venta, les proporcionaría unos ingresos mínimos para contener
la pobreza. Un lugar irreal, Khe Sanh, donde digerir la memoria literaria y
darse perfecta cuenta que los americanos también hicieron la guerra a la
naturaleza en Vietnam. Aquella tierra nunca tuvo voz en la contienda; era una
tierra herida; en la que se palpaba la presencia fantasma de las selvas
exterminadas bajo el feroz imperativo del “agente naranja”, de las bombas de
fósforo o de nápalm, de los exfoliante y un largo etcétera de destrucción y
desprecio por la vida. Para el año 2000, leí más tarde en algún periódico, se
calculaba que Vietnam habrá perdido el 100% de su masa forestal original.
Aquello, definitivamente era el corazón de una tierra herida.
Al día siguiente le pedí a mi motorista que
fuera a recogerme para visitar en Vinh Moc, al otro lado del río Can Hai, los
túneles que durante la guerra, habían excavado los norvietnamitas con la
intención de proteger a la población civil de los continuos bombardeos, así
como facilitar el enlace logístico entre las posiciones del ejército comunista.
Al igual que más tarde en los túneles de Cu Chi, no lejos de la ciudad de Ho
Chi Minh, se podían visitar los pasadizos claustrofóbicos que unían estancias
que habían servido de almacenes, centros de reunión, comedores, hospitales,
escuelas e incluso aquellas más pequeñas que albergaban la intimidad de las
familias, eran auténticas villas subterráneas, perfectamente ventiladas y
saneadas, arañadas al suelo arcilloso, en distintos niveles, con asombrosa
perfección de líneas. Decidí que los vietnamitas eran insuperables “arquitectos
de la tierra”.
Más tarde, mientras regresaba a Don Ha, volví
a pensar en ello mientras cruzábamos los campos de arroz que bordeaban con
gracia. Parecía que estuvieran jugando, modelaban la tierra como si fuera
plastilina de un color ocre rojizo. Durante siglos, tanto los mandarines chinos
como los emperadores vietnamitas de sucesivas dinastías, y hasta los franceses,
habían jugado al mismo juego; construir diques, abrir canales, unir ríos y
seguir plantando arroz, para terminar dando vida a los laberintos de agua y tierra
que son las grandes llanuras costeras del Vietnam.
Antes de llegar a Don Ha, decidí visitar uno de esos hornos de cerámica industrial que menudearon desde el día que salí de Hanoi y que siempre parecían estar ocupados en una actividad febril e incesante. Eran construcciones preciosas de ladrillo refractario, rematadas por una cúpula de forma bulbos. Pero a mí, mi mente todavía cuajada de metáforas de tierra, se me antojaron templos abovedados donde se consagraba la tierra, el barro, en losetas, mosaicos y tejas árabes. Sus texturas calientes y rugosas, sus diseños geométricos, en colores afines a la tierra, recordaban la artesanía de la cerámica rural de una España que fue la de mi infancia.
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