viernes, 20 de julio de 2012

XLV 1990´s Viet-nam 6.7 - Viajes





Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi



6.7  Saigón; Y el verbo se hizo ciudad.


Esperaba a Le Lai a la puerta de la escuela, un edificio discreto, de la época colonial, a espaldas del mercado de Ban Thanh. Desde mi llegada a Saigón, todo se había hecho intenso. Nada allí se detenía. Todo el mundo parecía ocupado en algo; quien no vendía ambulantemente, lo hacía de forma estacionaria. Unos se afanaban en recortar metales. Otros en diseñar terrazos. Curtir, sellar, zurcir, troquelar, fundir, pintar, soldar y soñar. Una ciudad musculosa transitada por los verbos, ese fue el Saigón que conocí.







El tráfico era denso a cualquier hora del día, y sin embargo, nada de coches y tuk tuks sacudiéndote los bronquios a la manera de Bangkok. A excepción de unos pocos automóviles y un puñado de autobuses y carromatos destartalados, el resto eran bicicletas, motos japonesas de baja cilindrada, y como no, ciclotaxis, “un dólar, seño, y le llevo donde quiera. ¿El museo de los crímenes de guerra? ¿La embajada de los EEUU? ¿El Ayuntamiento? ¿Ah, no?, ¿el señor bum bum?”. cuesta un poco adaptarse, pero cuando lo haces, sabes que tienes que fluir, incorporarte al ritmo del tráfico, jamás detenerte, aunque parezca inminente que siete u ocho bicicletas te vayan a atropellar, el juego se llama “ni-se-te-ocurra-pararte-en-medio-del-cruce”, de lo contrario, como te conviertas en un objeto estacionario, 
                                                                                                              efectivamente, te atropellarán.


Le Lai, Le Lai. Esperaba por ella sin saber qué hacer con ella. La había conocido en el bar de su tío Kim, donde ayudaba por las tardes, cuando la terraza y el interior del pequeño local se llenaba de turistas y viajeros que pernoctaban en los hoteluchos y pensiones de la calle Pham Ngu Lao y aledaños. No era el único café de la zona, pero sí el más popular entre los viajeros más humildes. La comida era deliciosa, combinando con inteligencia los sabores occidentales y los platos locales; el café chua no estaba del todo mal; pero lo mejor era, sin duda alguna, el servicio entusiasta y dedicado de Kim y su familia. Desde que el gobierno permitiera los negocios familiares, la familia, al completo, se había volcado en la explotación de aquel local arrendado al municipio. Los hotelitos de alrededor, que ofrecían hospedaje realmente asequible, atrajeron a los transeúntes de pocos medios; la palabra  se fue pasando de boca en boca, y la zona terminó por convertirse en menos de dos años, en un lugar de encuentro para viajeros alternativos, lo que algún día quizás fue Khao San Road en Bangkok.


Kim Yên fue un pionero en el barrio, uno de los primeros que se dio cuenta de la oportunidad que tenían entre manos. E él le siguieron el 333, el Saigón, el Lotus, Café Long, y otros. Había hasta una heladería de lo más coqueta o cafés como el Shin, regentado  por un grupo de jóvenes australianos cansados de su palidez isleña. Aquí y allá se alquilaban motos y bicicletas (algo impensable hasta hacía  tan sólo un par de años). Kim había extendido su negocio, y lo que había sido un pequeño local con un puñado de mesas de formica, se convirtió en una atractiva terraza protegida de las altas temperaturas de la ciudad por la sombra de los árboles de la calle. Compró maquinaria y amplió la cocina, la única forma posible de atender a la creciente demanda de chao gio (rollitos de primavera), sopas, arroces fritos y ensaladas de fruta y yogurt. Además consiguió, cuando desapareció el monopolio de la Oficina de Turismo, los permisos necesarios para organizar excursiones y visitas por todo el sur de Vietnam. Tanto creció, en cuestión de meses, que tuvo que ceder la gestión de los viajes a su hermano, Nhon, el padre de Le Lai, Nhon no dudó en aceptar, y junto a su hijo, Binh Tuoc, un universitario inquieto y fascinado por todo lo que tuviese etiqueta occidental, se lanzaron a una loca carrera de adquisición de furgonetas, preparando cuidadosamente rutas de interés y reclutando guías entre familiares y conocidos que tuvieran un conocimiento básico de inglés o francés.
 

Tanto a su padre como a su tío les había ido estupendamente, me había asegurado Le Lai. Toda la familia se había volcado solidariamente para servir con diligencia comidas a cualquier hora del día. La competencia era fuerte, pero también iba en aumento la demanda. A los extranjeros no parecía importarles pagar hasta un 500% más que los locales por los servicios básicos, y el gobierno, muy lejos de poner trabas, veía con muy buenos ojos la entrada masiva de divisas fuertes. A Le Lai lo que más le gustaba de las tardes en la terraza del Kim era el contacto con los extranjero. Podía practicar el inglés y conocer gente nueva constantemente. Claro que, confesaba ella, era gente de paso. Tan pronto como les cogía cariño, se marchaban. Pero también a eso se acostumbraba.


Le Lai, Le Lai. A pesar de que no llevaba más que unos pocos días en Saigón, se había convertido en mi amiga y paciente guía. Yo  a cambio, le enseñaba los cuatro trucos de inglés que yo mismo había aprendido a través de mis viajes, y le hablaba de todas esas curiosidades de nuestra vida en Europa, cosas que ella nunca había visto, pero que había aprendido a apreciar a través de las conversaciones con los viajeros. Ya el primer día, un sábado a mediodía, cuando descubrí la terraza Kim, atestada de todo tipo de personajes estrafalarios, nos hicimos buenos amigos. Me encantó su simpatía, el cariño con el que se sentaba al lado del cliente para tomarle la orden. El tono dulce de su voz, la mirada directa, cálida. Noté que le gustaba y desde luego no hice nada por ocultar que también ella me gustaba a mí. Bromeamos, tonteamos, y le propuse, entre risas, ir a cenar a alguna parte. Ella hizo un cálculo rápido, y sin perder tiempo me sorprendió al aceptar la invitación.


Desde aquella noche nos habíamos estado viendo regularmente. Habíamos ido a todos sus lugares favoritos: los mercados del centro y las terracitas de detrás del Teatro Municipal; habíamos paseado los atardeceres del malecón cogidos de la mano; nos habíamos hecho fotos en la terraza del Carabelle y en el Ayuntamiento, frente a la estatua de Ho Chi Minh. Nos habíamos aventurado en los salones suntuosos de los hoteles míticos, el Rex o el Continental, y hasta nos habíamos unido a los cientos de jóvenes que, en sus bicicletas, paseaban arriba y abajo, en una especie de cruising sobre pedales, las calles Le Loi y Nguyen Hue, llenado con sus risas y el grillar de los timbres las noches de sábado en el centro de la ciudad.


Un timbre sonó en el interior del edificio y, casi al mismo instante, los primeros grupos de estudiantes empezaron a desfilar bulliciosamente por las escaleras del viejo caserón. Le Lai fue de las últimas in salir, iba acompañada por dos de sus amigas a las que ya me había presentado en otra ocasión. Me levanté del taburete del pequeño puesto de chucherías, que sin duda pertenecía al paisaje habitual de aquella escuela, y la saludé con amplia sonrisa y una leve inclinación de cabeza. Hice lo propio con sus amigas, que me devolvieron el saludo, y se despidieron en un inglés en el que faltaba entonación y sobraban carcajadas. Le Lai estaba radiante. No se había cambiado como los días anteriores, llevaba aún puesto su ao daí, de un blanco inmaculado. La transparencia vaporosa del satén, me  turbó durante un segundo. No podía evitarlo, Le Lai era apenas una muchacha, pronto cumpliría los 19 años, pero, sin remediarlo, me estaba enamorando de ella. Era tan fácil enamorarse de ella y olvidar que mi futuro estaba hecho de distancias, lejos de Saigón y de a mirada limpia de Le Lai.


Me dijo que tenía que ir a Hau Giang, en el Cholón chino, a buscar una pieza para la nueva Honda de su hermano. Quería que la acompañara. “Ricamente”, me alboroté para mis adentros. Intenté convencerla para que ese día me llevara ella en su bicicleta, pero fue en vano, y ni siquiera mi nada fingido miedo al tráfico de Saigón pudo hacerla cambiar de idea. Una vez más, me hice con el manillar y los pedales, y dejé que Le Lai, detrás de mí, se abrazase a mi cintura. Un escalofrío de felicidad me recorrió la espalda.

Cholón. Primeras horas de la tarde. Era la hora de la siesta. Era Cholón, las callecitas de Cholón. Olía a sopa, y a carne asada, a polvo de jazmín y a fuego de brasa. Olía a tierra sazonada, al barrio chino. Era Cholón, y el beso de Le Lai me cogió por sorpresa.


Habíamos corrido a refugiarnos de la lluvia bajo la sombrilla de un pequeño puesto de almejas. Los primeros goterones dejaron un dibujo minimal en el barrillo que cubría las calles adyacentes al mercado de Binh Tay. Las calles estaban atestadas de gente comprando y vendiendo. No había apenas espacio para moverse por las aceras. Nadie parecía inmutarse, y sólo cuando arreció la tormenta  y una cortina de agua cubrió la escena, empecé a ver a los niños correr, salpicándonos de alegría y agua sucia; los  taxistas sacaron de qué-sé-yo-dónde plásticos y ponchos que harían las veces de toldillos; las mujeres, mientras, recogían la mercancía, equilibrando los atadillos en sus balancines. 



Decidimos descansar un rato mientras pasaba la tormenta y aprovechar para comernos unas almejas preparadas en el wok con ajos tiernos y guindilla. Le Lai estaba preciosa, con las mejillas encendidas y los ojos entronado; forzándose por atender a las explicaciones que le estaba dando sobre qué-sé-yo-usos del genitivo sajón. Ella asentía y asentía, pero no estaba prestando atención alguna. Me miraba a mí, fijamente, con alegría, leyendo entre mis líneas, deseándome. También yo la deseaba. Me callé, dijera lo que dijera todo era mentira y nada venía a cuento. Quise besarla, pero fue ella quien lo hizo. Primero una sola vez, levemente, inclinándose sobre mí, sin apenas rozarme; luego, calibrándome, buscando la reacción, el impacto en mis ojos para, finalmente, volver a besarme, y esta vez abandonar allí sus labios, húmedos y carnosos.


Aquí y allí enormes sacos de hebras de tabaco que alguien cubría con plásticos mugrientos; un pelotón de ocas se acomodaban con escándalo bobalicón bajo el toldillo de un ciclo-taxi, dos cerditos se revolvían luchando ruidosamente por escapar de su capazo de esparto, un atadillo de gallinas cacareaban insolente su última voluntad; puesto de arroz y de tallarines, barras de pan fresco y carritos de patés. La lluvia arreciaba, levantando aún más olores a la tarde; el olor del cilantro y del té, el incienso y la tierra mojada, el olor de los besos de Le Lai. Era Cholón, a la hora de la siesta.





























































































































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