jueves, 6 de septiembre de 2012

XLVII 1990´s Malí (West Africa) 1.3 - Viajes





Después de varios años de viajes, y ya con cierta soltura en  la dinámica de los viajes, fue entonces en 1994, tras la lectura de dos libros: “El corazón de las tinieblas” de Joseh Conrad y “Cita en Tombuctú” de Pep Subirós, cuando cautivado por su lectura decidí enfrentarme al continente Africano. 
Sabía que no sería fácil de viajar, una vez más me surgirían los miedos e inseguridades antes de la partida, pero finalmente sería el viaje mas impactante de los que había viajado hasta ese momento, un viaje no exento de riesgos aunque tan solo fueran del tamaño de un mosquito, a las dos semanas de deambular camino del norte, los primeros síntomas de malaria empezaron a manifestarse y tras una semana más de convalecencia y con la ayuda de dos viajeras parisinas que andaban por allí, Dominique y Cloé, acabé recuperándome y regresando a casa antes de hora, de aquel viaje incompleto surgiría una gran amistad con mis dos queridas amigas parisinas, escala obligada en los futuros viajes por África. Malí quedaría como una asignatura pendiente, dos años mas tarde retomaría este viaje acompañado de mí querido gran amigo Gaspar.





Malí



1.3   El imperio del Mansa Kankou Moussa



”Hay un país, al sudoeste de Libia, más allá del gran desierto, relata Herodoto, que ellos, los comerciantes cartagineses, suelen visitar. Me han dicho que, después de un viaje muy largo y fatigoso, llegan a una playa donde descargan sus mercancías. Tras disponerlas ordenadamente sobre la arena, las dejan ahí y ellos se alejan, y encienden unas grandes hogueras humeantes para hacer notar su llegada a los habitantes de aquellas tierras. Al ver el humo, los nativos salen de sus poblados y se dirigen a la playa, se acercan a las mercancías, las observan y, poniendo junto a ellas tanto oro como creen que valen, desaparecen de la vista. Entonces, son los cartagineses quienes se aproximan y, si juzgan que el oro es suficiente, lo recogen y se van; pero si no les parece bastante, no tocan el oro y se retiran de nuevo, y añaden oro, y así se repiten las idas y venidas hasta que todos se dan por satisfechos. Ninguno de los dos bandos trata injustamente al otro, ya que ni los cartagineses tocan nunca el oro hasta que ésta alcaza el valor de las mercancías, ni los nativos se apoderan de éstas mientras los otros no se han llevado el oro.”

En éstas tierras fantásticas en los confines del mundo conocido que Herodoto describiera por primera vez, se sucedieron algunos de las más importantes civilizaciones del África subsahariano entre los siglos IX y XVI. Sin embargo, pocos sabemos del Imperio de Ghana, o de su sucesor, el imperio Mandinga de Malí, que tan profundamente impresionó a los viajeros, comerciantes y cronistas árabes, tanto por sus riquezas como por su refinamiento artístico y cultural. Después de la islamización de la región en el S. XI, y sobre todo debido a uno de los más singulares trueques de la historia, oro por sal, polvo por polvo, Malí fue la auténtica bisagra que durante siglos puso en contacto las civilizaciones del norte (sultanatos árabes del norte africano, y a  través de ellos con los reinos cristianos europeos) con las culturas del África subsahariano: mandingas y bereberes, peules y bambaras, sonraïs y mossis, wolofs y sarakolés. Todos ellos legaban en grandes caravanas a Djenné y Tombuctú, un oasis estratégico  y punto de encuentro del río Níger y el desierto del Sáhara, que pronto se convertiría en mercado permanente y joya del imperio del Malí.


La irrupción del mansa Moussa en El Cairo, camino de la Meca, en 1324, situó a Mellí en los mapas de los cartógrafos mallorquines. Mientras tanto las fantasías de los comerciantes occidentales se dispararon. Oro por sal, polvo por polvo, el sueño eterno de los ambiciosos.

“El año 1324 de nuestro calendario, una insólita comitiva surgió de los arenales y se detuvo a unas semanas en El Cairo para recobrar el aliento antes de seguir camino hacia la Meca (…) Para los comerciantes cristianos y judíos recientemente establecidos en el norte de África, la aparición de aquella caravana fue una auténtica revelación. Vieron con sus propios ojos más oro del que nunca habían soñado, y el rey que era su dueño y señor. No les resultó demasiado difícil averiguar de donde procedía aquel negro estrafalario. Le llamaban mansa Kankou Moussa, señor y emperador de Melli. Venía del sudoeste, de más allá del gran desierto, explicaban sus sirvientes y cortesanos, de unos países fértiles regados por un gran río, el N´gher Negreen (el río de los ríos), y sembrados de grades ciudades: Melli, Geugeu, walata; Tembuch.., tales eran los nombres con que los negros la denominaban.”


Así pues, el reino de Malli era el país de donde procedían tan extraordinarias riquezas. La noticia no tardó en extenderse por todos los puertos del Mediterráneo. Y sin embargo aún habrá que esperar dos siglos hasta que, en 1526, un granadino, Hassan ibn Huhammad al-Wazzani, más conocido, León el Africano, hijo de una familia instalada en Fez poco después de la ocupación de Granada por los Reyes Católicos, escribiera la primera narración de Tombuctú hecha por alguien que ha visitado la ciudad. Durante casi trescientos años su Historia y descripción de África y de las extraordinarias cosas que contiene sería la más importante fuente de información pero también de desorientación para los codiciosos exploradores aventureros y conquistadores occidentales que partieron en busca de las míticas riquezas del País de los Negros, al otro lado del gran desierto del Sahara.

“La moneda de Tombuctú es el oro puro, sin acuñar, sin inscripción de ningún tipo. (…) La ciudad no sólo es rica en oro y en conocimientos. También es un lugar donde la gente vive”

De entre los cientos de exploradores, soldados y comerciantes europeos que perecieron rastreando las rutas inciertas del occidente africano, sólo unos pocos escaparon al olvido, entre ellas, las expediciones de Mungo Park, Huhg Clapperton o Alexander Gordon Laing. En total, desde los tiempos de León el Africano hasta 1880, solo cuatro europeos consiguieron violar el secreto de Tombuctú y regresar con vida para contarlo: René Caillé (1828), Heinrich Barth (1853) y ya en 1880, Oskar Lenz y Cristóbal Benítez. Y cuando finalmente llegaron no encontraron nada de lo que habían soñado. Y lo que es peor, nadie los creía, porque era difícil creerlos. Tombuctú, la más mítica de las ciudades ya por entonces era un lugar preciso, sí,

“(…), pero a medio camino de todo: un río entre las dunas, un puerto en medio del desierto, un mercado inmenso en pleno vacío, la gran capital de no se sabe dónde, de no se sabe qué; antes, centro, vientre y cerebro de imperios legendarios, asediada y codiciada por bandido, conquistadores y aventureros de todo tipo”.


1885. las potencias europeas, reunidas en la Conferencia de Berlín, jugaban a trazar elegantes líneas rectas en África. El reparto del continente, siguiendo criterios políticos y mercantilistas, a espaldas del mapa étnico y de las necesidades reales de la población nativa, puso la región del Occidente subsahariano en manos de británicos y franceses. Estos últimos, siguiendo la ruta visionaria de siglos de exploraciones fallidas, se dispusieron a avanzar, esta vez sin titubeos, hacia el corazón del África negra. En su mente, una vez más estaban las tierras de El dorado africano, con capital en Tombuctú, abundante en oro y leyendas, contagiado de las geometrías inútiles estadistas e ingenieros militares soñaban con un camino de hierro que atravesara la vasta extensión del desierto del Sahara, una fantástica línea ferroviaria que facilitaría el transporte de los fabulosos tesoros africanos hacia el norte.


Apenas si hizo falta un par de décadas para que los franceses hicieran efectivo su domino colonial en toda la región. Tiempo más que suficiente para que finalmente se desmoronara el mito centenario de El dorado africano, Tombuctú, efectivamente, ya no era más que la capital de la nada, una sombra de sí misma,  encrucijada inútil de pasados gloriosos y culturas fenecidas. Junto con los mitos, el sueño de un ferrocarril transahariano quedó definitivamente sepultado en las siempre vírgenes arenas del olvido.

 Nota: Todas las citas pertenecen al libro “cita en Tombuctú”, de Pep Subirós, con el permiso de Ediciones Destino 1996







































































































































 


4 comentarios: