Después de varios años de viajes, y ya con cierta
soltura en la dinámica de los viajes,
fue entonces en 1994, tras la lectura de dos libros: “El corazón
de las tinieblas” de Joseh Conrad y
“Cita en Tombuctú” de Pep Subirós, cuando cautivado por su lectura decidí enfrentarme al continente Africano.
Sabía que
no sería fácil de viajar, una vez más me surgirían los miedos e inseguridades
antes de la partida, pero finalmente sería el viaje mas impactante de los que
había viajado hasta ese momento, un viaje no exento de riesgos aunque tan solo
fueran del tamaño de un mosquito, a las dos semanas de deambular camino del
norte, los primeros síntomas de malaria empezaron a manifestarse y tras una
semana más de convalecencia y con la ayuda de dos viajeras parisinas que andaban por allí, Dominique
y Cloé, acabé recuperándome y regresando a casa antes de hora, de aquel viaje
incompleto surgiría una gran amistad con mis dos queridas amigas parisinas,
escala obligada en los futuros viajes por África. Malí quedaría como una
asignatura pendiente, dos años mas tarde retomaría este viaje acompañado de mí
querido gran amigo Gaspar.
Malí
1.3 El imperio del Mansa Kankou
Moussa
”Hay un país, al
sudoeste de Libia, más allá del gran desierto, relata Herodoto, que ellos, los
comerciantes cartagineses, suelen visitar. Me han dicho que, después de un
viaje muy largo y fatigoso, llegan a una playa donde descargan sus mercancías.
Tras disponerlas ordenadamente sobre la arena, las dejan ahí y ellos se alejan,
y encienden unas grandes hogueras humeantes para hacer notar su llegada a los
habitantes de aquellas tierras. Al ver el humo, los nativos salen de sus
poblados y se dirigen a la playa, se acercan a las mercancías, las observan y,
poniendo junto a ellas tanto oro como creen que valen, desaparecen de la vista.
Entonces, son los cartagineses quienes se aproximan y, si juzgan que el oro es
suficiente, lo recogen y se van; pero si no les parece bastante, no tocan el
oro y se retiran de nuevo, y añaden oro, y así se repiten las idas y venidas
hasta que todos se dan por satisfechos. Ninguno de los dos bandos trata injustamente
al otro, ya que ni los cartagineses tocan nunca el oro hasta que ésta alcaza el
valor de las mercancías, ni los nativos se apoderan de éstas mientras los otros
no se han llevado el oro.”
En éstas tierras
fantásticas en los confines del mundo conocido que Herodoto describiera por primera
vez, se sucedieron algunos de las más importantes civilizaciones del África
subsahariano entre los siglos IX y XVI. Sin embargo, pocos sabemos del Imperio
de Ghana, o de su sucesor, el imperio Mandinga de Malí, que tan profundamente
impresionó a los viajeros, comerciantes y cronistas árabes, tanto por sus
riquezas como por su refinamiento artístico y cultural. Después de la
islamización de la región en el S. XI, y sobre todo debido a uno de los más
singulares trueques de la historia, oro por sal, polvo por polvo, Malí fue la
auténtica bisagra que durante siglos puso en contacto las civilizaciones del
norte (sultanatos árabes del norte africano, y a través de ellos con los reinos cristianos
europeos) con las culturas del África subsahariano: mandingas y bereberes,
peules y bambaras, sonraïs y mossis, wolofs y sarakolés. Todos ellos legaban en
grandes caravanas a Djenné y Tombuctú, un oasis estratégico y punto de encuentro del río Níger y el
desierto del Sáhara, que pronto se convertiría en mercado permanente y joya del
imperio del Malí.
La irrupción del
mansa Moussa en El Cairo, camino de la
Meca, en 1324, situó a Mellí en los mapas de los cartógrafos
mallorquines. Mientras tanto las fantasías de los comerciantes occidentales se
dispararon. Oro por sal, polvo por polvo, el sueño eterno de los ambiciosos.
“El año 1324 de
nuestro calendario, una insólita comitiva surgió de los arenales y se detuvo a
unas semanas en El Cairo para recobrar el aliento antes de seguir camino hacia la Meca (…) Para los comerciantes
cristianos y judíos recientemente establecidos en el norte de África, la
aparición de aquella caravana fue una auténtica revelación. Vieron con sus
propios ojos más oro del que nunca habían soñado, y el rey que era su dueño y
señor. No les resultó demasiado difícil averiguar de donde procedía aquel negro
estrafalario. Le llamaban mansa Kankou Moussa, señor y emperador de Melli.
Venía del sudoeste, de más allá del gran desierto, explicaban sus sirvientes y
cortesanos, de unos países fértiles regados por un gran río, el N´gher Negreen
(el río de los ríos), y sembrados de grades ciudades: Melli, Geugeu, walata;
Tembuch.., tales eran los nombres con que los negros la denominaban.”
Así pues, el reino
de Malli era el país de donde procedían tan extraordinarias riquezas. La
noticia no tardó en extenderse por todos los puertos del Mediterráneo. Y sin
embargo aún habrá que esperar dos siglos hasta que, en 1526, un granadino, Hassan
ibn Huhammad al-Wazzani, más conocido, León el Africano, hijo de una familia instalada
en Fez poco después de la ocupación de Granada por los Reyes Católicos,
escribiera la primera narración de Tombuctú hecha por alguien que ha visitado
la ciudad. Durante casi trescientos años su Historia y descripción de África y
de las extraordinarias cosas que contiene sería la más importante fuente de
información pero también de desorientación para los codiciosos exploradores
aventureros y conquistadores occidentales que partieron en busca de las míticas
riquezas del País de los Negros, al otro lado del gran desierto del Sahara.
“La moneda de
Tombuctú es el oro puro, sin acuñar, sin inscripción de ningún tipo. (…) La
ciudad no sólo es rica en oro y en conocimientos. También es un lugar donde la
gente vive”
De entre los
cientos de exploradores, soldados y comerciantes europeos que perecieron
rastreando las rutas inciertas del occidente africano, sólo unos pocos
escaparon al olvido, entre ellas, las expediciones de Mungo Park, Huhg
Clapperton o Alexander Gordon Laing. En total, desde los tiempos de León el
Africano hasta 1880, solo cuatro europeos consiguieron violar el secreto de
Tombuctú y regresar con vida para contarlo: René Caillé (1828), Heinrich Barth
(1853) y ya en 1880, Oskar Lenz y Cristóbal Benítez. Y cuando finalmente
llegaron no encontraron nada de lo que habían soñado. Y lo que es peor, nadie
los creía, porque era difícil creerlos. Tombuctú, la más mítica de las ciudades
ya por entonces era un lugar preciso, sí,
“(…), pero a medio
camino de todo: un río entre las dunas, un puerto en medio del desierto, un
mercado inmenso en pleno vacío, la gran capital de no se sabe dónde, de no se
sabe qué; antes, centro, vientre y cerebro de imperios legendarios, asediada y
codiciada por bandido, conquistadores y aventureros de todo tipo”.
1885. las potencias
europeas, reunidas en la
Conferencia de Berlín, jugaban a trazar elegantes líneas
rectas en África. El reparto del continente, siguiendo criterios políticos y
mercantilistas, a espaldas del mapa étnico y de las necesidades reales de la
población nativa, puso la región del Occidente subsahariano en manos de
británicos y franceses. Estos últimos, siguiendo la ruta visionaria de siglos
de exploraciones fallidas, se dispusieron a avanzar, esta vez sin titubeos,
hacia el corazón del África negra. En su mente, una vez más estaban las tierras
de El dorado africano, con capital en Tombuctú, abundante en oro y leyendas,
contagiado de las geometrías inútiles estadistas e ingenieros militares soñaban
con un camino de hierro que atravesara la vasta extensión del desierto del
Sahara, una fantástica línea ferroviaria que facilitaría el transporte de los
fabulosos tesoros africanos hacia el norte.
Apenas si hizo falta
un par de décadas para que los franceses hicieran efectivo su domino colonial
en toda la región. Tiempo más que suficiente para que finalmente se desmoronara
el mito centenario de El dorado africano, Tombuctú, efectivamente, ya no era
más que la capital de la nada, una sombra de sí misma, encrucijada inútil de pasados gloriosos y
culturas fenecidas. Junto con los mitos, el sueño de un ferrocarril
transahariano quedó definitivamente sepultado en las siempre vírgenes arenas
del olvido.
Nota: Todas las
citas pertenecen al libro “cita en Tombuctú”, de Pep Subirós, con el permiso de
Ediciones Destino 1996
Chulísimas imágenes Vicente y acompañadas de texto todavía más :)
ResponderEliminarm´agrada que t´agraden, un abraç.
EliminarJa saps com de enamorat me te el teu treball
ResponderEliminarGraçies Balta, m´agrada que te siga molt motivant, una abraçada amic.
Eliminar